Al salir del ascensor, el Salvaje se encontró en medio de ellos. Pero
su mente estaba ausente; se hallaba con la muerte, con su dolor, con su
remordimiento; maquinalmente, sin tener conciencia de lo que hacía,
empezó a abrirse paso a codazos entre la muchedumbre.
-¡Eh! ¿A quién empujas?
-¿Adónde te figuras que vas?
Aguda, grave, de una multitud de gargantas separadas sólo dos voces
chillaban o gruñían. Repetidos indefinidamente, como por una
serie de espejos, dos rostros, uno de ellos como una luna barbilampiña,
pecosa y aureolada de rojo, y el otro alargado, como una máscara de pico
de ave, con barba de dos días, se volvían enojados a su paso.
Sus palabras y los codazos que recibía en las costillas lograron
devolver a John la conciencia del lugar donde se encontraba. Volvió a
despertar a la realidad externa, miró a su alrededor, y reconoció
lo que veía; lo reconoció con una sensación profunda de
horror y de asco, como el repetido delirio de sus días y sus noches, la
pesadilla de aquellas semejanzas perfectas, inidentificables, que pululaban por
doquier. Mellizos, mellizos... Como gusanos, habían formado un enjambre
profanador sobre el misterio de la müerte de Linda.
-¡Reparto de soma ! -gritó una voz-. Con orden, por favor.
Venga, de prisa.
Se había abierto una puerta, y alguien instalaba una mesa y una silla en
el vestíbulo. La voz procedía de un dinámico joven Alfa,
que había entrado llevando en brazos una pequeña arca de hierro,
negra. Un murmullo de satisfacción brotó de labios de la
multitud de mellizos que esperaban. Inmediatamente olvidaron al Salvaje. Su
atención se hallaba ahora enteramente concentrada en la caja negra que
el joven, tras haberla colocado encima de la mesa, la estaba abriendo.
Levantó la tapa.
-¡Oooh ... ! -exclamaron los ciento sesenta y dos Deltas
simultáneamente, como si presenciaran un castillo de fuegos
artificiales.
El joven sacó de la caja negra un puñado de cajitas de
hojalata.
-Y ahora -dijo el joven, perentoriamente-, acérquense, por favor. Uno
por uno, y sin empujar.
Uno por uno, y sin empujar, los mellizos se acercaron a la mesa. Primero dos
varones, después una hembra, después otro varón,
después tres hembras, después...
El Salvaje seguía mirando. ¡Oh, maravilloso nuevo mundo! ¡Oh,
maravilloso nuevo mundo! En su mente, la rítmicas palabras
parecían cambiar de tono. Se habían mofado de él a
través de su dolor y su remordimiento, con un horrible matiz de
cínica irrisión. Riendo como malos espíritus, las
palabras habían insistido en la abyección y la nauseabunda
fealdad de aquella pesadilla. Y ahora, de pronto, sonaban como un
clarín convocando a las armas. ¡Oh, maravilloso nuevo mundo!
-¡No empujen! -grito el delegado del subadministrador, enfurecido.
Cerró de golpe la tapa de la caja negra-
Dejaré de repartir soma si no se portan bien.
Los Deltas rezongaron, se dieron con el codo unos a otros, y al fin
permanecieron inmóviles y en silencio.
La amenaza había sido eficaz. A aquellos seres, la sola idea de verse
privados del soma se les antojaba horrible.
-¡Eso ya está mejor! -dijo el joven.
Y volvió a abrir la caja.
Linda había sido una esclava; Linda había muerto; otros
debían vivir en libertad y el mundo debía recobrar su belleza.
Como una reparación, como un deber que cumplir. De pronto, el Salvaje
vio luminosamente claro lo que debía hacer; fue como si hubiesen abierto
de pronto un postigo o corrido una cortina.
-Vamos -dijo el delegado del subadministrador.
Otra mujer caqui dio un paso al frente. -¡Basta! -gritó el Salvaje,
con sonora y potente voz-. ¡Basta!
Se abrió paso a codazos hasta la mesa; los Deltas lo miraban
asombrados.
-¡Ford! -dijo el delegado del subadministrador, en voz baja-. ¡Es el
Salvaje!
Lo sobrecogió el temor.
-Oídme, por favor -gritó el Salvaje, con entusiasmo-. Prestadme
oído... -Nunca había hablado en público hasta entonces, y
le resultaba difícil expresar lo que quería decir-. No
toméis esta sustancia horrible. Es veneno, veneno.
-Bueno, Mr. Salvaje -dijo el delegado del subadministrador, sonriendo
amistosamente-. ¿Le importaría que ... ?
-Es un veneno tanto para el cuerpo como para el alma.
-Está bien, pero tenga la bondad de permitirme que siga con el reparto.
Sea buen muchacho.
-¡Jamás! -gritó el Salvaje.
-Pero, oiga, amigo...
-Tire inmediatamente ese horrible veneno.
Las palabras tire inmediatamente ese veneno se abrieron paso a través de
las capas de incomprensión de los Deltas hasta alcanzar su conciencia.
Un murmullo de enojo brotó de la multitud.
-He venido a traeros la paz -dijo el Salvaje, volviéndose hacia los
mellizos-. He venido...
El delegado del subadministrador no oyó más; se había
deslizado fuera del vestíbulo y buscaba un número de la
guía telefónica.
-No está en sus habitaciones -resumió Bernard-. Ni en las
mías, ni en las tuyas. Ni en el Aphroditcum; ni en el Centro, ni en la
Universidad. ¿Adónde puede haber ido?
Helmholtz se encogió de hombros. Habían vuelto de su trabajo
confiando que encontrarían al Salvaje esperándoles en alguno de
sus habituales lugares de reunión; y no había ni rastro del
muchacho. Lo cual era un fastidio, puesto que tenían el proyecto de
llegarse hasta Biarritz en el deporticóptero de cuatro plazas de
Helmholtz. Si el Salvaje no aparecía pronto, llegarían tarde a
la cena.
-Le concederemos cinco minutos más -dijo Helmholtz-. Y si entonces no
aparece...
El timbre del teléfono lo interrumpió. Descolgó el
receptor.
-Diga.
Después, tras unos momentos de escucha, soltó un taco:
-¡Ford en su carromato! Voy en seguida. -¿Qué ocurre?
-preguntó Bernard. -Era un tipo del Hospital de Lane Park, al que
conozco -dijo Helmholtz-. Dice que el Salvaje está allá. Al
parecer, se ha vuelto loco. En todo caso, es urgente. ¿Me
acompañas?
Juntos corrieron por el pasillo hacia el ascensor.
-¿Cómo puede gustaros ser esclavos? -decía el Salvaje en el
momento en que sus dos amigos entraron en el Hospital-. ¿Cómo puede
gustaros ser niños? Sí, niños. Berreando y haciendo
pucheros y vomitando -agregó, insultando, llevado por la
exasperación ante su bestial estupidez, a quienes se proponía
salvar.
Los Deltas le miraban con resentimiento.
-¡Sí, vomitando! -gritó claramente. El dolor y el
remordimiento parecían reabsorbidos en un intenso odio todopoderoso
contra aquellos monstruos infrahumanos-. ¿No deseáis ser libres y
ser hombres? ¿Acaso no entendéis siquiera lo que son la humanidad y
la libertad? -El furor le prestaba elocuencia; las palabras acudían
fácilmente a sus labios-. ¿No lo entendéis? -repitió;
pero nadie contestó a su pregunta-. Bien, pues entonces
-prosiguió, sonriendo- yo os lo ensefiaré; y os liberaré
tanto si queréis como si no.
Y abriendo de par en par la ventana que daba al patio interior del Hospital
empezó a arrojar a puñados las cajitas de tabletas de
soma.
Por un momento, la multitud caqui permaneció silenciosa, petrificada,
ante el espectáculo de aquel sacrilegio imperdonable, con asombro y
horror.
-Está loco -susurró Bernard, con los ojos fuera de las
órbitas-. Lo matarán. Lo...
Súbitamente se levantó un clamor de la multitud, y una ola en
movimiento avanzó amenazadoramente hacia el Salvaje.
-¡Ford le ayude! -dijo Bernard, y apartó los ojos.
-Ford ayuda a quien se ayuda.
Y, soltando una carcajada, una auténtica carcajada de exaltación,
Helmholtz Watson se abrió paso entre la multitud.
-¡Libres, libres! -gritaba el Salvaje.
Y con una mano seguía arrojando soma por la ventana, mientras con
la otra pegaba puñetazos a las caras gemelas de sus atacantes.
-¡Libres!
Y vio a Helmholtz a su lado -¡el bueno de Helmholtz!-, pegando
puñetazos también.
-¡Hombres al fin!
Y, en el intervalo, el Salvaje seguía arrojando puñados de
cajitas de tabletas por la ventana abierta.
-¡Sí, hombres, hombres!
Hasta que no quedó veneno. Entonces levantó en alto la caja y la
mostró, vacía, a la multitud. -¡Sois libres!
Aullando, los Deltas cargaron con furor redoblado.
Vacilando, Bernard se dijo: Están perdidos, y llevado por un
súbito impulso, corrió hacia delante para ayudarles; luego lo
pensó mejor y se detuvo; después, avergonzado, avanzó otro
paso; de nuevo cambió de parecer y se detuvo, en una agonía de
indecisión humillante. Estaba pensando que sus amigos podían
morir asesinados si él no los ayudaba, pero que también él
podía morir si los ayudaba, cuando (¡alabado sea Ford!) hizo
irrupción la policía con las máscaras puestas, que les
prestaban el aspecto estrafalario de unos cerdos de ojos saltones.
Bernard corrió a su encuentro, agitando los brazos; aquello era actuar,
hacer algo. Gritó ¡Socorro! varias veces, cada vez más
fuerte, como para hacerse la ilusión de que ayudaba en algo:
-¡Socorro, socorro, socorro!
Los policías lo apartaron de su paso y se lanzaron a su tarea. Tres
agentes, que llevaban sendos aparatos pulverizadores en la espalda, empezaron a
esparcir vapores de soma por los aires. Otros dos se afanaron en torno
del Aparato de Música Sintética portátil. Otros cuatro,
armados con sendas pistolas de agua cargadas con un poderoso anestésico,
se habían abierto paso entre la multitud, y derribaban
metódicamente, a jeringazos, a los luchadores más
encarnizados.
-¡Rápido, rápido! -chillaba Bernard-. ¡Les
matarán si no se dan prisa! Les... i Oh!
Irritado por sus chillidos, uno de los policías le lanzó un
disparo de su pistola de agua. Bernard permaneció unos segundos
tambaleándose sobre unas piernas que parecían haber perdido los
huesos, los tendones y los músculos para convertirse en simples columnas
de gelatina y al fin agua pura, y se desplomó en el suelo como un
fardo.
Súbitamente, del aparato de Música Sintética surgió
una Voz que empezó a hablar. La Voz de la Razón, la Voz de los
Buenos Sentimientos. El rollo de pista sonora soltaba su Discurso
Sintético Anti-Algazaras número 2 (segundo grado). Desde lo
más profundo de un corazón no existente, la Voz clamaba:
¡Amigos míos, amigos míos!, tan patéticamente, con
tal entonación de tierno reproche que, detrás de sus
máscaras antigás, hasta, a los policías se les llenaron de
lágrimas los ojos.
-¿Qué significa eso? -proseguía la Voz-. ¿Por
qué no sois felices y no sois buenos los unos para con los otros, todos
juntos? Felices y buenos -repetía la Voz-. En paz, en paz.
-Tembló, descendió hasta convertirse en un susurro y
expiró momentáneamente-. ¡Oh, cuánto deseo veros
felices! -empezó de nuevo, con ardor-. ¡Cómo deseo que
seáis buenos! Por favor, sed buenos y...
Dos minutos después, la Voz y el vapor de soma habían producido
su efecto. Con los ojos anegados en lágrimas, los Deltas se besaban y
abrazaban mutuamente, media docena de mellizos en un solo abrazo. Hasta
Helmholtz y el Salvaje estaban a punto de llorar. De la Administración
llegó una nueva carga de cajitas de soma; a toda prisa se
procedió a repartirlas, y al son de las bendiciones cariñosas,
abaritonadas, de la Voz, los mellizos se dispersaron, berreando, como si el
corazón fuera a hacérseles pedazos.
-Adiós, adiós, mis queridísimos amigos. ¡Ford os
salve! Adiós, adiós, mis queridísimos...
Cuando el último Delta hubo salido, el policía desconectó
el aparato, y la Voz angélica enmudeció.
-¿Seguirán ustedes sin ofrecer resistencia? -preguntó el
sargento-. ¿O tendré que anestesiarles?
Y levantó amenazadoramente su pistola de agua.
-No ofreceremos resistencia -contestó el Salvaje, secándose
alternativamente la sangre que brotaba de un corte que tenía en los
labios, de un arañazo en el cuello y de un mordisco en la mano
izquierda.
Sin retirar el pañuelo de la nariz, que sangraba en abundancia,
Helmholtz asintió con la cabeza.
Bernard acababa de despertar, y, tras comprobar que había recobrado el
movimiento de las piernas, eligió aquel momento para intentar
escabullirse sin llamar la atención.
-¡Eh, usted! -gritó el sargento.
Y un policía, con su máscara porcina, cruzó corriendo la
sala y puso una mano en el hombro del joven.
Bernard se volvió, procurando asumir una expresión de inocencia
indignada. ¿Que él escapaba? Ni siquiera lo había
soñado.
-Aunque no acierto a imaginar qué puede desear de mí -dijo al
sargento.
-Usted es amigo de los prisioneros, ¿no es cierto?
-Bueno... -dijo Bernard; y vaciló. No, no podía negarlo-.
¿Por qué no había de serlo? -preguntó.
-Pues sígame -dijo el sargento.
Y abrió la marcha hacia la puerta y hacia el coche celular que esperaba
ante la misma.