-¡Qué raro es todo esto! -dijo Lenina-. Muy raro. -Era su
expresión condenatoria favorita-. No me gusta. Y tampoco me gusta este
hombre.
Señaló al guía indio que debía llevarles al pueblo.
Tales sentimientos, evidentemente, eran recíprocos; el hombre les
precedía y, por tanto, sólo le veían la espalda, pero aun
ésta tenía algo de hostil.
-Además -agregó Lenina, bajando la voz-, apesta.
Bernard no intentó negarlo. Siguieron andando.
De pronto fue como si el aire todo hubiese cobrado ritmo, y latiera, latiera,
con el movimiento incansable de la sangre. Allá arriba, en
Malpaís, los tambores sonaban: involuntariamente, sus pies se adaptaron
al ritmo de aquel misterioso corazón, y aceleraron el paso. El sendero
que seguían los llevó al pie del precipicio. Los lados o
costados de la gran altiplanicie torreaban por encima de ellos, casi a cien
pies de altura.
-Ojalá hubiésemos traído el helicóptero -dijo
Lenina, levantando la mirada con enojo ante el muro de roca-. Me fastidia
andar. ¡Y, en el suelo, uno se siente tan pequeño, a los pies de
una colina!
Cuando estaban en mitad de la ascensión, un águila pasó
volando tan cerca de ellos, que sintieron en el rostro la ráfaga de aire
frío provocada por sus alas. En una grieta de la roca veíase un
montón de huesos. El conjunto resultaba opresivamente extravagante, y
el indio despedía un olor cada vez más intenso. Salieron por fin
del fondo del barranco a plena luz del sol, la parte superior de la
altiplanicie era un llano liso, rocoso.
-Como la Torre de Charing-T -comentó Lenina.
Pero no tuvo ocasión de gozar largo rato del descubrimiento de aquel
tranquilizador parecido. El rumor aterciopelado de unos pasos los
obligó a volverse. Desnudos desde el cuello hasta el ombligo, con sus
cuerpos morenos pintados con líneas blancas (como pistas de tenis de
asfalto, diría Lenina más tarde) y sus rostros inhumanos
cubiertos de arabescos escarlata, negro y ocre, dos indios se acercaban
corriendo por el sendero.
Llevaban los negros cabellos trenzados con pieles de zorro y franela roja.
Pendían de sus hombros sendos mantos de plumas de pavo; y enormes
diademas de pluma formaban alegres halos en torno a sus cabezas. A cada paso
que daban, sus brazaletes de plata y sus pesados collares de hueso y de cuentas
de turquesa entrechocaban y sonaban alegremente. Se aproximaron sin decir
palabra, corriendo en silencio con sus pies descalzos con mocasines de piel de
ciervo. Uno de ellos empuñaba un cepillo de plumas, el otro llevaba en
cada mano lo que a distancia parecían tres o cuatro trozos de cuerda
gruesa. Una de las cuerdas se retorcía inquieta, y súbitamente
Lenina comprendió que eran serpientes.
-No me gusta -exclamó Lenina-. No me gusta.
Todavía le gustó menos lo que le esperaba a la entrada del
pueblo, en donde su guía los dejó solos para entrar a pedir
instrucciones. Suciedad, montones de basura, polvo, perros, moscas... Con el
rostro distorsionado en una mueca de asco, Lenina, se llevó un
pañuelo a la nariz.
-Pero, ¿cómo pueden vivir así? -estalló.
En su voz sonaba un matiz de incredulidad indignada. Aquello no era
posible.
Bernard se encogió filosóficamente de hombros.
-Piensa que llevan cinco o seis mil años viviendo así -dijo-.
Supongo que a estas alturas ya estarán acostumbrados.
-Pero la limpieza nos acerca a la fordeza -insistió Lenina.
-Sí, y civilización es esterilización -prosiguió
Bernard, completando así, en tono irónico, la segunda
lección hipnopédica de higiene elemental-. Pero esta gente no ha
oído hablar jamás de Nuestro Ford y no está civilizada.
Por consiguiente, es inútil que...
-¡Oh, mira! -exclamó Lenina, cogiéndose de su brazo.
Un indio casi desnudo descendía muy lentamente por la escalera de mano
de una casa vecina, peldaño tras peldaño, con la temblorosa
cautela de la vejez extrema. Su rostro era negro y aparecía muy
arrugado, como una máscara de obsidiana. Su boca desdentada se
hundía entre sus mejillas. En las comisuras de los labios y a ambos
lados del mentón pendían, sobre la piel oscura, unos pocos pelos
largos y casi blancos. Los cabellos largos y sueltos colgaban en mechones
grises a ambos lados de su rostro. Su cuerpo aparecía encorvado y flaco
hasta los huesos, casi descarnado. Bajaba lentamente, deteniéndose en
cada peldaño antes de aventurarse a dar otro paso.
-Pero, ¿qué le pasa? -susurró Lenina.
En sus ojos se leía el horror y el asombro.
-Nada; sencillamente, es viejo -contestó Bernard, aparentando
indiferencia, aunque no sentía tal.
-¿Viejo? -repitió Lenina-. Pero... también el director es
viejo; muchas personas son viejas; pero no son así.
-Porque no les permitimos ser así. Las preservamos de las enfermedades.
Mantenernos sus secreciones internas equilibradas artificialmente de modo que
conserven la juventud. No permitimos que su equilibrio de magnesio-calcio
descienda por debajo de lo que era en los treinta años. Les damos
transfusiones de sangre joven. Estimulamos de manera permanente su
metabolismo. Por esto no tienen este aspecto. En parte -agregó- porque
la mayoría mueren antes de alcanzar la edad de este viejo. Juventud
casi perfecta hasta los sesenta años, y después, ¡plas!, el
final.
Pero Lenina no le escuchaba. Miraba al viejo, que seguía bajando
lentamente. Al fin, sus pies tocaron el suelo. Y se volvió. Al fondo
de las profundas órbitas los ojos aparecían extraordinariamente
brillantes, y la miraron un largo momento sin expresión alguna, sin
sorpresa, como si Lenina no se hallara presente. Después, lentamente,
con el espinazo doblado, el viejo pasó por el lado de ellos y se fue.
-Pero, -¡esto es terrible! -susurró Lenina-. ¡Horrible! No
debimos haber venido.
Buscó su ración de soma en el bolsillo, sólo para
descubrir que, por un olvido sin precedentes, se había dejado el frasco
en la hospedería. También los bolsillos de Bernard se hallaban
vacíos.
Lenina tuvo que enfrentarse con los horrores de Malpaís sin ayuda
alguna. Y los horrores se sucedieron a sus ojos rápidamente, sin
deseanso. El espectáculo de dos mujeres jovenes que amamantaban a sus
hijos con su pecho la sonrojó y la obligó a apartar el rostro.
En toda su vida no había visto jamás indecencia como aquella. Lo
peor era que, en lugar de ignorarlo delicadamente, Bernard no cesaba de
formular comentarios sobre aquella repugnante escena vivípara.
-¡Qué relación tan maravillosamente íntima! -dijo, en
un tono deliberadamente ofensivo-. ¡Qué intensidad de sentimientos
debe generar! A menudo pienso que es posible que nos hayamos perdido algo muy
importante por el hecho de no tener madre. Y quizá tú te havas
perdido algo al no ser madre, Lenina. Imagínáte a ti
misma sentada aquí, con un hijo tuyo...
-¡Bernard! ¿Cómo puedes ... ?
El paso de una anciana que sufría de oftalmia y de una enfermedad de la
piel la distrajo de su indignación.
-Vámonos -imploró-. No me gusta nada. Pero en aquel momento su
guía volvió, e, invitándóles a seguirle,
abrió la marcha por una callejuela entre dos hileras de casas. Doblaron
una esquina. Un perro muerto yacía en un montón de basura; una
mujer con bocio despiojaba a una chiquilla. El guía se detuvo al pie de
una escalera de mano, levantó un brazo perpendicularmente, y
después lo bajó señalando hacia delante. Lenina y Bernard
hicieron lo que el hombre les había ordenado por señas; treparon
por la escalera y cruzaron un umbral que daba acceso a una estancia larga y
estrecha, muy oscura, y que hedía a humo, a grasa frita y a ropas usadas
y sucias. Al otro extremo de la estancia se abría otra puerta a
través de la cual les llegaba la luz del sol y el redoble, fuerte y
cercano, de los tambores.
Salieron por esta puerta y se encontraron en una espaciosa terraza. A sus
pies, encerrada entre casas altas, se hallaba la plaza del pueblo, atestada de
indios. Mantas de vivos colores y plumas en las negras cabelleras, y brillo de
turquesas, y de pieles negras que relucían por el sudor. Lenina
volvió a llevarse el pañuelo a la nariz. En el espacio abierto
situado en el centro de la plaza había dos plataformas circulares de
ladrillo y arcilla apisonada que, evidentemente, eran los tejados de dos
cámaras subterráneas, porque en el centro de cada plataforma
había una escotilla abierta, a cuya negra boca asomaba una escalera de
mano. Por las dos escotillas salía un débil son de flautas casi
ahogado por el redoble incesante de los tambores.
Se produjo de pronto una explosión de cantos: cientos de voces
masculinas gritando briosamente al unísono, en un estallido
metálico, áspero. Unas pocas notas muy prolongadas, y un
silencio, el silencio tonante de los tambores; después, aguda, en un
chillido desafinado, la respuesta de las mujeres. Después, de nuevo los
tambores; y una vez más la salvaje afirmación de virilidad de los
hombres.
Raro, sí. El lugar era raro, y también la música, y no
menos los vestidos, y los bocios y las enfermedades de la piel, y los viejos.
Pero, en cuanto al espectáculo en sí, no resultaba especialmente
raro.
-Me recuerda un Canto de Comunidad de casta inferior -dijo a Bernard.
Pero poco después le recordó mucho menos aquellas inocentes
funciones. Porque, de pronto, de aquellos sótanos circulares
había brotado un ejército fantasmal de monstruos. Cubiertos con
máscaras horribles o pintados hasta perder todo aspecto humano,
habían comenzado a bailar una extraña danza alrededor de la
plaza; vueltas y más vueltas, siempre cantando; vueltas y más
vueltas, cada vez un poco más de prisa; los tambores habían
cambiado y acelerado su ritmo, de modo que ahora recordaban el latir de la
fiebre en los oídos; y la muchedumbre había empezado a cantar con
los danzarines, cada vez más fuerte; primero una mujer había
chillado, y luego otra, y otra, como si las mataran; de pronto, el que
conducía a los danzarines se destacó de la hilera, corrió
hacia una caja de madera que se hallaba en un extremo de la plaza,
levantó la tapa y sacó de ella un par de serpientes negras. Un
fuerte alarido brotó de la multitud, y todos los demás danzarines
corrieron hacia él tendiendo las manos. El hombre arrojó las
serpientes a los que llegar on primero y se volvió hacia la caja para
coger más. Más y más, serpientes negras, pardas y
moteadas, que iba arrojando a los danzarines. Después la danza se
reanudó, con otro ritmo. Los danzarines seguían dando vueltas,
con sus serpientes en las manos y serpenteando a su vez, con un movimiento
ligeramente ondulatorio de rodillas y caderas. Vueltas y más vueltas.
Después el jefe dio una señal y, una tras otra, todas las
serpientes fueron arrojadas al centro de la plaza; un viejo salió del
subterráneo y les arrojó harina de maíz; por la otra
escotilla apareció una mujer y les arrojó agua de un jarro negro.
Después el viejo levantó una mano y se hizo un silencio absoluto
terrorífico. Los tambores dejaron de sonar; pareció como si la
vida hubiese tocado a su fin. El viejo señaló hacia las dos
escotillas que daban entrada al mundo inferior. Y lentamente, levantadas por
manos invisibles, desde abajo, emergieron, de una de ellas la imagen pintada de
una águila, y de la otra de un hombre desnudo y clavado en una cruz.
Emergieron y permanecieron suspendidas aparentemente en el aire, como si
contemplaran el espectáculo. El anciano dio una palmada. Completamente
desnudo -excepto una breve toalla.de algodón, blanca-, un muchacho de
unos dieciocho años salió de la multitud y quedóse de pie
ante él, con las manos cruzadas sobre el pecho y la cabeza gacha. El
anciano trazó la señal de la cruz sobre él y se
retiró. Lentamente, el muchacho empezó a dar vueltas en torno
del montón de serpientes que se retorcían. Había
completado ya la primera vuelta y se hallaba en mitad de la segunda cuando, de
entre los danzarines, un hombre alto, que llevaba una máscara de coyote
y en la mano un látigo de cuero trenzado, avanzó hacia él.
El muchacho siguió caminando como si no se hubiera dado cuenta de la
presencia del otro. El hombre coyote levantó el látigo; hubo un
largo momento de expectación; después, un rápido
movimiento, el silbido del látigo y su impacto en la carne. El cuerpo
del muchacho se estremeció, pero no despegó los labios y
reanudó la marcha, al mismo paso lento y regular. El coyote
volvió a golpear, una y otra vez; cada latigazo provocaba primero una
suspensión y después un profundo gemido
de la muchedumbre. El muchacho seguía andando. Dio dos vueltas, tres,
cuatro. La sangre corría. Cinco vueltas, seis.
De pronto, Lenina se tapó la cara con las manos y empezó a
sollozar.
-¡Oh, basta, basta! -imploro.
Pero el látigo seguía cayendo, inexorable. Siete vueltas. De
pronto el muchacho vaciló, y, sin exhalar gemido alguno, cayó de
cara al suelo. Inclinándose sobre él, el anciano le tocó
la espalda con una larga pluma blanca, la levantó en alto un momento,
roja de sangre, para que el pueblo la viera, y la sacudió tres veces
sobre las serpientes. Cayeron unas pocas gotas, y súbitamente los
tambores estallaron en una carrera loca de notas; y se oyó un grito
unánime de la multitud. Los danzarines saltaron hacia delante,
recogieron las serpientes y huyeron de la plaza. Hombres, mujeres y
niños, todos corrieron en pos de ellos. Un minuto después la
plaza estaba desierta; sólo quedaba el muchacho, cara al suelo, en el
mismo sitio donde se había desplomado, inmóvil. Tres ancianas
salieron de una de las casas, y, no sin dificultad, lo levantaron y lo entraron
en ella. El águila y el hombre crucificado siguieron montando la
guardia un rato ante la plaza desierta; después, como si ya hubiesen
visto lo suficiente, se hundieron por las escotillas y desaparecieron en el
seno de su mundo subterráneo.
Lenina todavía sollozaba.
-¡Qué horrible! -repetía una y otra vez, ante los vanos
consuelos de Bernard-. ¡Qué horrible! ¡Esa sangre!
-Se estremeció. ¡Y no tener ni un gramo de soma !
En la habitación interior se oyeron unos pasos.
El atuendo del joven que salió a la terraza era indio; pero sus
trenzados cabellos eran de color pajizo, sus ojos azules, y su piel blanca,
aunque bronceada por el sol.
-Hola. Buenos días -dijo el desconocido, en un inglés correcto,
pero algo peculiar-. Ustedes son civilizados, ¿verdad? ¿Vienen del
Otro Sitio, de fuera de la Reserva?
-Pero, ¿quién demonios...? -empezó Bernard, asombrado.
El joven suspiró y meneó la cabeza.
-El más desdichado de los caballeros -dijo. Y, señalando las
manchas de sangre del centro de la plaza, añadió-: ¿Ven
ustedes esa maldita mancha?
Y en su voz temblaba la emoción.
-Un gramo es mejor que un taco -dijo Lenina, maquinalmente, sin apartar las
manos de su rostro-. ¡Ojalá tuviera un poco de soma !
-Yo debía estar allá -prosiguió el joven-. ¿Por
qué no me dejan ser la víctima? Yo hubiese dado diez vueltas,
doce, acaso quince. Palowhtiwa sólo dio siete. Hubiesen podido sacarme
el doble de sangre. Teñir de púrpura los mares multitudinarios.
-Abrió los brazos en un amplio ademán y luego los dejó
caer con desesperación-. Sin embargo, no me lo permiten. No les gusto,
a causa del color de mi piel. Siempre ha sido así. Siempre.
Las lácrimas asomaron a los ojos del joven; avergonzado, apartó
el rostro.
El asombro hizo olvidar a Lenina su privación de soma.
Descubrió su rostro y, por primera vez, miró al
desconocido.
-¿Quiere usted decir que deseaba que le azotaran con aquel
látigo?
Todavía con el rostro apartado, el joven asintió con la
cabeza.
-Por el bien del pueblo; para que llueva y el maíz crezca. Y para
agradar a Pukong y a Jesús. Y también para demostrar que puedo
soportar el dolor sin gritar. Sí -y su voz, súbitamente,
cobró una nueva resonancia, y se volvió, cuadrando los hombros y
levantando el mentón en actitud de orgullo y de reto-, para demostrarles
que soy hombre... ¡Oh!
Se le cortó el aliento y permaneció en silencio, boqueando. Por
primera vez en su vida había visto la cara de una muchacha cuyas
mejillas no eran de color de chocolate o de piel de perro, cuyos cabellos eran
castaños y ondulados, y cuya expresión (¡asombrosa novedad!)
era de benévolo interés.
Lenina le sonreía: ¡Qué chico tan guapo! -pensaba-. Tiene
un cuerpo realmente hermoso. La sangre se agolpó en la cara del
muchacho; bajó los ojos, volvió a levantarlos un momento
sólo para volver a verla sonriéndole, y se sintió tan
trastornado que tuvo que volver la cara y fingir que miraba con gran
interés algo situado en el otro extremo de la plaza.
Las preguntas de Bernard aportaron una distracción.
¿Quién? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿De
dónde? Con los ojos fijos en la cara de Bernard (porque deseaba tan
apasionadamente ver la sonrisa de Lenina que no se atrevía a mirarla),
el muchacho intentó explicarse. Linda y él -Linda era su madre
(la palabra puso muy violenta a Lenina)eran extranjeros en la Reserva. Linda
había llegado del Otro Lugar mucho tiempo atrás, antes de que
él naciera, con un hombre que era el padre del joven. (Bernard
aguzó el oído.) Linda había ido a dar un paseo, sola por
las montañas del Norte, y al caer por un barranco se había herido
en la cabeza.
-Siga, siga -dijo Bernard, lleno de excitación.
Unos cazadores de Malpaís la habían encontrado y traído al
pueblo. En cuanto al hombre que era el padre del muchacho, Linda no
había vuelto a verle. Se llamaba Tomakin. (Sí, Thomas era el
nombre de pila del D.I.C.). Debió de haberse marchado de nuevo al Otro
Lugar, sin ella. Sin duda era un hombre malo, infiel, depravado.
-Y así nací en Malpaís -concluyó el joven-.
En Malpaís.
Y movió la cabeza.
¡Qué inmundicia en aquella casita de las afueras del pueblo!
Un trecho cubierto de polvo y de basuras la separaba de la aldea. Ante su
puerta, dos perros hambrientos hurgaban de un modo repugnante en la basura.
Dentro, cuando ellos entraron, la penumbra hedía y aparecía llena
de moscas.
-¡Linda! -llamó el muchacho.
Desde el interior, una voz áspera de mujer dijo:
-¡Voy!
Esperaron. En el suelo veíanse unas escudillas que contenían los
restos de un ágape, o acaso de varios.
La puerta se abrió. Una india rubia y muy corpulenta cruzó el
umbral y se quedó mirando a los forasteros, incrédulamente,
boquiabierta. Lenina observó con desagrado que le faltaban dos dientes.
Y el color de los que quedaban... Se estremeció. Era peor que el viejo.
¡Y tan gorda! Una cara abotagada, cubierta de arrugas. ¡Y aquellas
mejillas flácidas, con manchas purpúreas! ¡Y aquellas venas
rojas en la nariz! ¡Y aquellos ojos inyectados en sangre! ¡Y aquel
cuello ...! ¡Aquel cuello! ¡Y la manta que llevaba en la cabeza,
vieja y sucia! Y bajo la túnica áspera, de color pardo, aquellos
pechos enormes, la redondez del estómago, las caderas... ¡Oh, mucho
peor que el viejo, muchísimo peor! Y, de pronto, aquel ser
estalló en un torrente de palabras, corrió hacia Lenina y...
(¡Ford! ¡Ford! Era algo asqueroso; en otro momento hubiera podido
marearse)... y la estrechó contra su vientre, contra su pecho, y
empezó a besarla. ¡Ford!, a besarla, babeándole.
Ante ella vio un rostro hinchado y distorsionado; aquella criatura lloraba.
-¡Oh, querida! -El torrente de palabras fluía entre sollozos-.
¡Si supieras cuán feliz soy! ¡Después de tantos
años! ¡Una cara civilizada! ¡Sí, y ropas civilizadas!
Creí que no volvería a ver jamás una prenda de
auténtica seda al acetato. -Tocó la manga de la blusa de Lenina.
Sus uñas aparecían negras-. ¡Y esos preciosos pantalones
cortos de pana de viscosa! ¿Sabes? Todavía tengo mis vestidos
viejos, los que llevaba cuando vine aquí, guardados en una caja.
Después te los enseñaré. Aunque, desde luego, el acetato
se ha agujereado del todo. Pero todavía tengo una cartuchera blanca
estupenda; aunque la verdad es que la tuya, de cuero verde, todavía es
más bonita. ¡Para lo que me sirvió, mi cartuchera! -Y de
nuevo se echó a llorar-. Supongo que John ya os lo ha contado. ¡Lo
que tuve que sufrir! ¡Y sin un gramo de soma! Sólo un trago
de mescal de vez en cuando, cuando Popé me lo traía.
Popé es un muchacho que era amigo mío. Pero el mescal
deja una resaca terrible, y el peyotl marca; además, al
día siguiente todavía me sentía más avergonzada. Y
lo estaba mucho. Piénsalo por un momento: yo, una Beta, tener un hijo;
ponte en mi sitio.
-La sugerencia hizo estremecer a Lenina-. Aunque no fue mía la culpa,
lo juro; todavía no sé cómo pudo ocurrir, teniendo en
cuenta que hice todos los ejercicios malthusianos, ya sabes, por tiempos: uno,
dos, tres, cuatro. Lo juro; pero el caso es que ocurrió; y,
naturalmente, aquí no había ni un solo Centro Abortivo.
Grandes lagrimones escapaban por entre sus párpados cerrados.
-Y el viaje de regreso de Stoke Poges, en avión, por la noche... Y luego
un baño caliente y el masaje mecánico... Aquí, en
cambio...
Aspiró una profunda bocanada de aire, movió la cabeza,
volvió a abrir los ojos, se sorbió los mocos un par de veces,
luego se sonó con los dedos y se los secó con la falda.
-¡Oh, perdón! -dijo, en respuesta a la involuntaria mueca de asco
de Lenina-. No debí hacerlo. Perdón. Pero, ¿qué se
puede hacer cuando no hay pañuelos? Recuerdo cómo me trastornaba
toda esta suciedad, la falta de asepsia. Cuando me trajeron aquí
tenía una herida horrible en la cabeza. No puedes figurarte lo que me
ponían en ella. Porquerías, sólo porquerías.
Civilización es Esterilización, solía decirles yo. Y
Arre, estreptococos, a Banbury-T, a ver cuartos de baño y retretes
espléndidos, como si fueran niños. Pero, claro, no me
entendían. Imposible. Y, al fin, supongo que me acostumbré.
Por otra parte, ¿cómo se puede tener higiene si no hay una
instalación de agua caliente? Mira esas ropas. La lana animal no es
como el acetato. Dura eternidades. Y si se desgarra se supone que una la
remienda. Pero yo soy una Beta; yo trabajaba en la Sala de Fecundación;
nadie me enseñó jamás a hacer estas cosas. No era asunto
de mi incumbencia. Además, no era bien visto. Cuando los vestidos se
estropeaban había que tirarlos y comprar otros nuevos. A más
remiendos, menos dinero. ¿No es verdad? Los remiendos eran antisociales.
Pero aquí todo es diferente. Es como vivir entre locos. Todo lo que
hacen es pura locura.
Linda miró a su alrededor; vio que John y Bernard las habían
dejado solas y paseaban entre el polvo y la basura del exterior; aun
así, bajó confidencialmente la voz y acercó tanto los
labios a la oreja de Lenina que el hálito de veneno embrional
agitó la pelusilla de su mejilla.
-Por ejemplo -susurró-, la forma en que la gente de aquí se
empareja. Una locura, te lo aseguro, una auténtica locura. Todo el
mundo pertenece a todo el mundo, ¿no es cierto? ¿No es cierto?
-insistió, tirando a Lenina de la manga. Lenina, apartando la cabeza,
asintió, soltó el aire que hasta entonces habla contenido y
aspiró una nueva bocanada relativamente libre de malos olores-. Pues
bien -prosiguió Linda-, aquí se supone que una sólo puede
pertenecer a otra persona. Y si aceptas tratos con otros hombres te consideran
mala y antisocial. Te odian y te desprecian. Una vez acudió un grupo
de mujeres y armaron un escándalo porque sus hombres venían a
verme. Bueno, ¿y por qué no? Y me pegaron la gran paliza... Fue
horrible. No, no puedo contártelo. -Linda se tapó la cara con
las manos y se estremeció-. Son odiosas, las mujeres de aquí.
Locas, locas y crueles. Y, desde luego, no saben nada de ejercicios
malthusianos, ni de frascos, ni de decantación, ni de nada. Por esto
constantemente tienen hijos... como perras. Es asqueroso. Y pensar que yo...
¡Oh, Ford, Ford, Ford! Y, sin embargo, John fue un gran consuelo
para mí. No sé qué hubiese hecho yo sin él. A
pesar de que se ponía como loco cada vez que un hombre... Ya cuando era
niño, no creas. Una vez, cuando ya era mayorcito, quiso matar al pobre
Waihusiwa, o a Popé, no lo recuerdo bien, sólo porque alguna que
otra vez venían a verme. Nunca logré que comprendiera que
así es como debían obrar las personas civilizadas. Yo creo que
la locura es contagiosa. En todo caso, John parece habérsela contagiado
de los indios. Porque, naturalmente, convivió mucho con ellos. A pesar
de que se portaban muy mal con él y no le dejaban hacer lo que los
demás muchachos hacían. Lo cual, en cierta manera, fue una
suerte, porque así me fue más fácil condicionarse un poco.
Aunque no tienes idea de cuán difícil es. ¡Hay tantas cosas
que una no sabe! No tenía por qué saberlas, claro. Quiero decir
que, cuando un niño te pregunta cómo funciona un
helicóptero o quién hizo el mundo... bueno, ¿qué
puedes contestar si eres una Beta y siempre has trabajado en la Sala de
Fecundación? ¿Que puedes contestar?