-¡Pero si están todos aquí, esperándote! -Que esperen
-dijo la voz, ahogada por la puerta.
-Sabes de sobra, John -¡cuán difícil resulta ser persuasivo
cuando hay que chillar a voz en grito!-, que los invité, que los
invité precisamente para que te conocieran.
-Antes debiste preguntarme a mí si deseaba conocerles a ellos.
-Hasta ahora siempre viniste, John. -Precisamente por esto no quiero volver.
-Hazlo sólo por complacerme
-imploró Bernard.
-No.
-¿Lo dices en serio?
-Sí.
Desesperado, Bernard baló:
-Pero, ¿qué voy a hacer?
-¡Vete al infierno! -gruñó la voz exasperada desde dentro de
la habitación.
-Pero, ¡si esta noche ha venido el Archichantre Comunal de Canterbury!
Bernard casi lloraba.
-Ai yaa tákwa! -Sólo en lengua zuñí
podía expresar adecuadamente el Salvaje lo que pensaba del
Archíchantre de Canterbury-. Háni! -agregó, como
pensándolo mejor; y después, con ferocidad burlona,
agregó-: Sons éso tse-ná.
Y escupió en el suelo como hubiese podido hacerlo el mismo
Popé.
Al fin Bernard tuvo que retirarse, abrumado, a sus habitaciones y comunicar a
la impaciente asamblea que el Salvaje no aparecería aquella noche. La
noticia fue recibida con indignación. Los hombres estaban furiosos por
el hecho de haber sido inducidos a tratar con cortesía a aquel tipo
insignificante, de mala fama y opiniones heréticas. Cuanto más
elevada era su posición, más profundo era su resentimiento.
-¡Jugarme a mí esta mala pasada! -repetía el Archichantre
una y otra vez-. ¡A mí !
En cuanto a las mujeres, tenían la sensación de haber sido
seducidas con engaños por aquel hombrecillo raquítico, en cuyo
frasco alguien había echado alcohol por error, por aquel ser cuyo
físico era el propio de un Gama-Menos. Era un ultraje, y lo
decían asimismo, y cada vez con voz más fuerte.
Sólo Lenina no dijo nada. Pálida, con sus ojos azules nublados
por una insólita melancolía, permanecía sentada en un
rincón, aislada de cuantos la rodeaban por una emoción que ellos
no compartían.
Había ido a la fiesta llena de un extraño sentimiento de ansiosa
exultación. Dentro de pocos minutos -se había dicho, al entrar en
la estancia -lo veré, le hablaré, le diré (porque estaba
completamente decidida) que me gusta, más que nadie en el mundo. Y
entonces tal vez él dirá...
¿Qué diría el Salvaje? La sangre había afluido a las
mejillas de Lenina.
¿Por qué se comportó de manera tan extraña la otra
noche, después del sensorama? ¡Qué raro estuvo! Y, sin
embargo, estoy completamente cierta de que le gusto. Estoy segura ...
En aquel momento Bernard había soltado la noticia: el Salvaje no
asistiría a la fiesta.
Lenina experimentó súbitamente todas las sensaciones que se
observan al principio de un tratamiento con sucedáneo de Pasión
Violenta: un sentimiento de horrible vaciedad, de aprensión, casi de
náuseas. Le pareció que el corazón dejaba de latirle.
-Realmente es un poco fuerte -decía la Maestra Jefe de Eton al director
de Crematorios y Recuperación del Fósforo-. Cuando pienso que he
llegado a...
-Sí -decía la voz de Fanny Crowne-, lo del alcohol es
absolutamente cierto. Conozco a un tipo que conocía a uno que en
aquella época trabajaba en el Almacén de Embriones. Éste
se lo dijo a mi amigo, y mi amigo me lo dijo a mí...
-Una pena, una pena -decía Henry Foster, compadeciendo al Archichantre
Comunal-. Puede que le interese a usted saber que nuestro ex director estaba a
punto de trasladarle a Islandia.
Atravesado por todo lo que se decía en su presencia, el hinchado globo
de la autoconfianza de Bernard perdía por mil heridas. Pálido,
derrengado, abyecto y desolado, Bernard se agitaba entre sus invitados,
tartamudeando excusas incoherentes, asegurándoles que la próxima
vez el Salvaje asistiría, invitándoles a sentarse y a tomar un
bocadillo de carotina, una rodaja de pâtè de vitamina A, o
una copa de sucedáneo de champaña. Los invitados comían,
sí, pero le ignoraban; bebían y lo trataban bruscamente o
hablaban de él entre sí, en voz alta y ofensivamente, como si no
se hallara presente.
-Y ahora, amigos -dijo el Archichantre de Canterbury, con su hermosa y sonora
voz, la voz en que conducía los oficios de las celebraciones del
Día de Ford-, ahora, amigos, creo que ha llegado el momento...
Se levantó, dejó la copa, se sacudió del chaleco de
viscosa púrpura las migajas de una colación considerable, y se
dirigió hacia la puerta.
Bernard se lanzó hacia delante para detenerle. -¿De verdad debe
marcharse, Archichantre... ? Es muy temprano todavía. Yo esperaba
que...
¡Oh, sí, cuántas cosas había esperado desde el
momento que Lenina le había dicho confidencialmente que el Archichantre
Comunal aceptaría una invitación si se la enviaba! ¡Es
simpatiquísimo! Y había enseñado a Bernard la
pequeña cremallera de oro, con el tirador en forma de T, que el
Archichantre le había regalado en recuerdo del fin de semana que Lenina
había pasado en la Cantoría Diocesana. Asistirán el
Archichantre Comunal de Canterbury y Mr. Salvaje. Bernard había
proclamado su triunfo en todas las invitaciones enviadas. Pero el Salvaje
había elegido aquella noche, precisamente aquella noche, para encerrarse
en su cuarto y gritar: Hání!, y hasta (menos mal que Bernard no
entendía el zuñí) Sons éso tse-ná! Lo
que había de ser el momento cumbre de toda la carrera de Bernard se
había convertido en el momento de su máxima
humillación.
-Había confiado tanto en que... -repetía Bernard, tartamudeando y
alzando los ojos hacia el gran dignatario con expresión implorante y
dolorida.
-Mi joven amigo -dijo el Archichantre Comunal en un tono de alta y solemne
severidad; se hizo un silencio general-. Antes de que sea demasiado tarde. Un
buen consejo. -Su voz se hizo sepulcral-. Enmiéndese, mi joven amigo,
enmiéndese.
Hizo la señal de la T sobre su cabeza y se volvió.
-Lenina, querida -dijo en otro tono-. Ven conmigo.
Arriba, en su cuarto, el Salvaje leía Romeo y Julieta.
Lenina y el Archichantre Comunal se apearon en la azotea de la
Cantoría.
-Date prisa, mi joven amiga..., quiero decir, Lenina -la llamó el
Archichantre, impaciente, desde la puerta del ascensor.
Lenina, que se había demorado un momento para mirar la luna, bajó
los ojos y cruzó rápidamente la azotea para reunirse con
él.
Una nueva Teoria de Biología. Éste era el título del
estudio que Mustafá Mond acababa de leer. Permaneció sentado
algún tiempo, meditando, con el ceño fruncido, y después
cogió la pluma y escribió en la portadilla: El tratamiento
matemático que hace el autor del concepto de finalidad es nuevo y
altamente ingenioso, pero herético y, con respecto al presente orden
social, peligroso y potencialmente subversivo. Prohibida su
publicación. Subrayó estas últimas palabras. Debe
someterse a vigilancia al autor. Es posible que se imponga su traslado a la
Estación Biológica Marítima de Santa Elena. Una verdadera
lástima, pensó mientras firmaba. Era un trabajo excelente. Pero
en cuanto se empezaba a admitir explicaciones finalistas... bueno, nadie
sabía dónde podía llegarse.
Con los ojos cerrados y extasiado el rostro, John recitaba suavemente al
vacío:
¡Ella enseña a las antorchas a arder con fulgor!
Y parece pender sobre la mejilla de la noche
como una rica joya en la oreja de un etíope;
belleza excesiva para ser usada;
demasiada para la tierra.
La T de oro pendía, refulgente, sobre el pecho de Lenina. El
Archichantre Comunal, juguetonamente, la cogió, y tiró de ella
lentamente.
Rompiendo un largo silencio, Lenina dijo de pronto:
-Creo que será mejor que tome un par de gramos de soma.
A aquellas horas, Bernard dormía profundamente, sonriendo al
paraíso particular de su sueños. Sonriendo, sonriendo. Pero,
inexorablemente, cada treinta segundos, la manecilla del reloj eléctrico
situado encima de su cama saltaba hacia delante, con un chasquido casi
imperceptible. Clic, clic, clic, clic... Y llegó la mañana,
Bernard estaba de vuelta, entre las miserias del espacio y del tiempo. Cuando
se dirigió'en taxi a su trabajo en el Centro de Condicionamiento, se
hallaba de muy mal humor. La embriaguez del éxito se había
evaporado; volvía a ser él mismo, el de antes; y por contraste
con el hinchado balón de las últimas semanas, su antiguo yo
parecía muchísimo más pesado que la atmósfera que
lo rodeaba.
El Salvaje, inesperadamente, se mostró muy comprensivo con aquel Bernard
deshinchado.
-Te pareces más al Bernard que conocí en Malpaís -dijo,
cuando Bernard, en tono quejumbroso, le hubo confiado su fracaso-.
¿Recuerdas la primera vez que hablamos? Fuera de la casucha. Ahora eres
como entonces.
-Porque vuelvo a ser desdichado; he aquí el porqué.
-Bueno, pues yo preferiría ser desdichado antes que gozar de esa
felicidad falsa, embustera, que tenéis aquí.
-¡Hombre, me gusta eso! -dijo Bernard con amargura-. ¡Cuando
tú tienes la culpa de todo! Al negarte a asistir a mi fiesta lograste
que todos se revolvieran contra mí.
Bernard sabía que lo que decía era absurdo e injusto;
admitía en su interior, y hasta en voz alta, la verdad de todo lo que el
Salvaje le decía acerca del poco valor de unos amigos que, ante tan leve
provocación, podían trocarse en feroces enemigos. Pero, a pesar
de saber todo esto y de reconocerlo, a pesar del hecho de que el consuelo y el
apoyo de su amigo eran ahora su único sostén, Bernard
siguió alimentando, simultáneamente con su sincero pesar, un
secreto agravio contra el Salvaje, y no cesó de meditar un plan de
pequeñas venganzas a desarrollar contra él mismo. Alimentar un
agravio contra el Archichantre comunal hubiese sido inútil; y no
había posibilidad alguna de vengarse del Envasador Jefe o del Presidente
Ayudante. Como víctima, el Salvaje poseía, para Bernard, una
gran cualidad por encima de los demás: era vulnerable, era accesible.
Una de las principales funciones de nuestros amigos estriba en sufrir (en
formas más suaves y simbólicas) los castigos que
querríamos infligir, y no podemos, a nuestros enemigos.
El otro amigo-víctima de Bernard era Helmholtz. Cuando, derrotado,
Bernard acudió a él e imploró de nuevo su amistad, que en
sus días de prosperidad había juzgado inútil conservar,
Helmholtz se la concedió.
En su primera entrevista después de la reconciliación, Bernard le
soltó toda la historia de sus desdichas y aceptó sus consuelos.
Pocos días después se enteró, con sorpresa y no sin cierto
bochorno, de que él no era el único en hallarse en apuros.
También Helmholtz había entrado en conflicto con la Autoridad.
-Fue por unos versos -le explicó Helmholtz-. Yo daba mi curso habitual
de Ingeniería Emocional Superior para alumnos de tercer año.
Doce lecciones, la séptima de las cuales trata de los versos. Sobre el
uso de versos rimados en Propaganda Moral, para ser exactos. Siempre ilustro
mis clases con numerosos ejemplos técnicos. Esta vez se me
ocurrió ofrecerles como ejemplo algo que acababa de escribir. Puro
desatino, desde luego; pero no pude resistir la tentación. -Se
echó a reír-. Sentía curiosidad por ver cuáles
serían las reacciones. Además -agregó, con más
gravedad-, quería hacer un poco de propaganda; intentaba inducirles a
sentir lo mismo que yo sentí al escribir aquellos versos. ¡Fordi
-Volvió a reír-. ¡El escándalo que se armó!
El Principal me llamó y me amenazó con expulsarme inmediatamente.
Soy un hombre marcado.
-Pero, ¿qué decían tus versos? -preguntó Bernard.
-Eran sobre la soledad. Bernard arqueó las cejas. -Si quieres, te los
recito. Y Helmholtz empezó:
El comité de ayer,
bastones, pero un tambor roto,
medianoche en la City,
flautas en el vacío
labios cerrados, caras dormidas,
todas las máquinas paradas,
mudos los lugares
donde se apiñaba la gente...
Todos los silencios se regocijan,
lloran (en voz alta o baja)
hablan, pero ignoro
con la voz de quién.
La ausencia de los brazos.
los senos y los labios
y los traseros de Susan
y de Egeria forman lentamente
una presencia. ¿Cuál? Y, pregunto,
¿de qué esencia tan absurda
que algo que no es
puebla, sin embargo,
la noche desierta más sólidamente
que esotra con la cual copulamos
y que tan escuálida nos parece?
-Bueno -prosiguió Helmholtz-, les puse estos versos como ejemplo, y
ellos me denunciaron al Principal.
-No me sorprende -dijo Bernard-. Van en contra de todas las enseñanzas
hipnopédicas. Recuerda que han recibido al menos doscientas cincuenta
mil advertencias contra la soledad.
-Lo sé. Pero pensé que me gustaría ver qué efecto
producía.
-Bueno, pues ya lo has visto.
Bernard pensó que, a pesar de todos sus problemas, Helmoltz
parecía intensamente feliz.
Helmholtz y el Salvaje hicieron buenas migas inmediatamente. Y con tal
cordialidad que Bernard sintió el mordisco de los celos. En todas
aquellas semanas no había logrado intimar con el Salvaje tanto como lo
logró Helmholtz inmediatamente. Mirándoles, oyéndoles
hablar, más de una vez deseó no haberles presentado. Sus celos
le avergonzaban y hacía esfuerzos y tomaba soma para librarse de ellos.
Pero sus esfuerzos resultaban inútiles; y las vacaciones de soma
tenían sus intervalos inevitables. El odioso sentimiento
volvía a él una y otra vez.
En su tercera entrevista con el Salvaje, Helmholtz le recitó sus versos
sobre la Soledad.
-¿Qué te parecen? -le preguntó luego.
El Salvaje movió la cabeza.
-Escucha esto -dijo por toda respuesta.
Y abriendo el cajón cerrado con llave donde guardaba su roído
librote, lo abrió y leyó:
Que el pájaro de voz más sonora
pasado en el solitario árbol de Arabia
sea el triste heraldo y trompeta ...
Helmholtz lo escuchaba con creciente excitación. Al oír lo del
solitario árbol de Arabia se sobresaltó; tras lo de tú,
estridente heraldo sonrió con súbito placer; ante el verso toda
ave de ala tiránica sus mejillas se arrebolaron; pero al oír lo
de música mortuoria palideció y tembló con una
emoción que jamás había sentido hasta entonces. El
Salvaje siguió leyendo.
La propiedad se asustó
al ver que el yo no era ya el mismo;
dos nombres para una sola naturaleza,
que ni dos ni una podía llamarse.
La razón, en sí misma confundida,
veía unirse la división ...
-¡Orgía-Porfía! -gritó Bernard, interrumpiendo la
lectura con una risa estruendosa, desagradable-. Parece exactamente un himno
del Servicio de Solidaridad.
Así se vengaba de sus dos amigos por el hecho de apreciarse más
entre sí de lo que le apreciaban a él.
Sin embargo, por extraño que pueda parecer, la siguiente
interrupción, la más desafortunada de todas, procedió del
propio Helmholtz.
El Salvaje leía Romeo y Julieta en voz alta, con pasión
intensa y estremecida (porque no cesaba de verse a sí mismo como Romeo y
a Lenina en el lugar de Julieta). Helmholtz había escuchado con
interés y asombro la escena del primer encuentro de los dos amantes. La
escena del huerto le había hechizado con su poesía; pero los
sentimientos expresados habían provocado sus sonrisas. Se le antojaba
sumamente ridículo ponerse de aquella manera por el solo hecho de desear
a una chica. Pero, en conjunto, ¡cuán soberbia pieza de
ingeniería emocional!
-Ese viejo escritor -dijo- hace aparecer a nuestros mejores técnicos en
propaganda como unos solemnes mentecatos.
El Salvaje sonrió con expresión triunfal y reanudó la
lectura. Todo marchó pasablemente bien hasta que, en la última
escena del tercer acto, los padres Capuleto empezaban a aconsejar a Julieta que
se casara con Paris. Helmholtz habíase mostrado inquieto durante toda la
escena; pero cuando, patéticamente interpretada por el Salvaje, Julieta
exclamaba:
¿Es que no hay compasión en lo alto de las nubes
que lea en el fondo de mi dolor?
¡Oh, dulce madre mía, no me rechaces!
Aplaza esta boda por un mes, por una semana,
o, si no quieres, prepara el lecho de bodas
en el triste mausoleo donde yace Tibaldo...
cuando Julieta dijo esto, Helmoltz soltó una explosión de risa
irreprimible.
¡Una madre y un padre (grotesca obscenidad) obligando a su hija a unirse
con quien ella no quería! ¿Y por qué aquella imbécil
no les decía que ya estaba unida con otro a quien, por el momento al
menos prefería? En su indecente absurdo, la situación resultaba
irresistiblemente cómica. Helmholtz, con un esfuerzo heroíco,
había logrado hasta entonces dominar la presión ascendente de su
hilaridad; pero la expresión dulce madre (pronunciada en el tembloroso
tono de angustia del Salvaje) y la referencia al Tibaldo muerto, pero
evidentemente no incinerado y desperdiciando su fósforo en un triste
mausoleo, fueron demasiado para él. Rió y siguió riendo
hasta que las lágrimas rodaron por sus mejillas, rió
interminablemente mientras el Salvaje, pálido y ultrajado, le miraba por
encima del libro hasta que, viendo que las carcajadas proseguían, lo
cerró indignado, se levantó, y con el gesto de quien aparta una
perla de la presencia de un cerdo, lo encerró con llave en su
cajón.
-Y sin embargo -dijo Helmholtz cuando, habiendo recobrado el aliento suficiente
para presentar excusas, logró que el Salvaje escuchara sus
explicaciones-, sé perfectamente que uno necesita situaciones
ridículas y locas como ésta; no se puede escribir realmente bien
acerca de nada más. ¿Por qué ese viejo escritor resulta un
técnico en propaganda tan maravilloso? Porque tenía
santísimas cosas locas, extremadas, acerca de las cuales excitarse. Uno
debe poder sentirse herido y trastornado; de lo contrario, no puede pensar
frases realmente buenas, penetrantes como los rayos X. Pero..., ¡padres y
madres! -Movió la cabeza-. No podías esperar que pusiera cara
sería ante los padres y las madres. ¿Y quién va a
apasionarse por si un muchacho consigue a una chica o no la consigue?
El Salvaje dio un respingo, pero Helmholtz, que miraba pensativamente el suelo,
no se dio cuenta.
-No -concluyó-, no me sirve. Necesitamos otra clase de locura y de
violencia. Pero, ¿qué? ¿Qué? ¿Dónde puedo
encontrarla? -permaneció silencioso un momento y después,
moviendo la cabeza, dijo, por fin-: No lo sé; no lo sé.