-Para mí es muy difícil comprenderlo -decía Bernard-,
reconstruir... Es como si viviéramos en diferentes planetas, en siglos
diferentes. Una madre, y toda esta porquería, y dioses, y la vejez, y
la enfermedad... -
Movió la cabeza-. Es casi inconcebible. Nunca lo comprenderé, a
menos que me lo expliques.
-¿Que te explique qué?
-Esto. -Y Bernard señaló el pueblo-. Y esto. -Y ahora
señaló la casita en las afueras-. Todo. Toda tu vida.
-Pero, ¿qué puedo decir yo?
-Todo, desde el principio. Desde tan atrás como puedas recordar.
-Desde tan atrás como pueda recordar... -John frunció el
ceño.
Siguió un largo silencio.
John recordaba una estancia enorme, muy oscura; había en ella unos
armatostes de madera con unas cuerdas atadas a ellos, y muchas mujeres de pie,
en torno a aquellos armatostes, tejiendo mantas, según dijo Linda.
Linda le ordenó que se sentara en un rincón, con los otros
niños. De pronto la gente empezó a hablar en voz muy alta, y
unas mujeres empujaban a Linda hacia fuera, y Linda lloraba. Linda
corrió hacia la puerta, y John tras ella. Le preguntó por
qué estaban enojadas.
-Porque he roto una cosa -dijo Linda. Y entonces se enojó ella
también-. ¿Por qué he de saber yo nada de sus
estúpidos trabajos? -dijo-. ¡Salvajes!
John le preguntó qué quería decir salvajes. Cuando
volvieron a casa, Popé esperaba en la puerta y entró con ellos.
Llevaba una gran calabaza llena de un líquido que parecía agua;
pero no era agua, sino algo que olía mal, quemaba en la boca y
hacía toser. Linda bebió un poco y Popé también, y
luego Linda rió mucho y habló con voz muy fuerte, y al final ella
y Popé pasaron al otro cuarto. Cuando Popé se hubo marchado,
John entró en la habitación. Linda estaba acostada y
dormía profundamente.
Popé solía ir por la casa. Decía que el líquido de
la calabaza se llamaba mescal; pero Linda decía que debía
llamarse soma; sólo que después uno se encontraba mareado.
John odiaba a Popé. Les odiaba a todos, a todos los hombres que iban a
ver a Linda. Una tarde, después de jugar con otros niños
-recordaba que hacía frío, y había nieve en las
montañas-, John volvió a casa y oyó voces iracundas en el
dormitorio. Eran de mujer, y decían palabras que él no
entendía; pero sabía que eran palabras horribles. Luego, de
pronto, ¡plas!, algo cayó al suelo; oyó movimiento de gente,
y otro ruido, como cuando azotan a una mula, pero una mula carnosa;
después Linda chilló: ¡Oh, no, no, no!
John entró corriendo. Había tres mujeres con mantos negros.
Linda estaba acostada. Una de las mujeres la sujetaba por las muñecas.
La otra se había sentado encima de sus piernas para que no pudiera
patalear. La tercera la golpeaba con un látigo. Una, dos, tres veces;
y cada vez Linda chillaba. Llorando, John se agarró al borde del manto
de la mujer. Por favor, por favor. Con la mano que tenía libre, la mujer
lo apartó. El látigo volvió a caer, y de nuevo Linda
chilló. John agarró la mano fuerte y morena de la mujer entre
las suyas y le pegó un mordisco con todas sus fuerzas. La mujer
gritó, libró la mano que tenía cogida y le arreó
tal empujón que lo derribó. Cuando todavía estaba en el
suelo, la mujer lo azotó tres veces con el látigo. Le
dolió como nunca le había dolido nada: como fuego. El
látigo volvió a silbar y cayó. Pero esta vez
chilló Linda.
-Pero, ¿por qué querían hacerte daño, Linda? -le
preguntó aquella noche.
John lloraba, porque las señales rojas del látigo en la espalda
le dolían terriblemente. Pero también lloraba porque la gente
era tan brutal y mala, y porque él sólo era un niño y nada
podía hacer contra ella.
-¿Por qué querían hacerte daño, Linda?
-No lo sé. ¿Cómo puedo saberlo?
Era difícil entender lo que decía, porque Linda yacía boca
abajo y tenía la cara sepultada en la almohada.
-Dicen que estos hombres son sus hombres -prosiguió.
Y era como si no le hablara a él, como si se lo dijera a alguien que se
hallara dentro de ella misma. Una larga charla que John no entendía; y,
al final, Linda volvió a chillar, más fuerte que nunca.
-ioh, no, no llores, Linda! ¡No llores!
John la abrazó con fuerza. Le pasó un brazo por el cuello.
Linda gritó:
-¡Ten cuidado! ¡Mi hombro! ¡Oh!
Y lo apartó de sí, con fuerza. John fue a dar de cabeza contra
la pared.
-¡Imbécil! -le gritó su madre.
Y, de pronto, empezó a pegarle bofetadas.
Una, y otra, y otra más...
-¡Linda! -gritó John-. ¡Oh, madre, no, no! -Yo no soy tu
madre. Yo no quiero ser tu madre.
-Pero, Linda... ¡Oh!
Otro cachete en la mejilla.
-Me he vuelto como una salvaje -gritaba Linda-. Tengo hijos como un animal...
De no haber sido por ti hubiese podido presentarme al Inspector, hubiese podido
marcharme de aquí. Pero no con un hijo. Hubiese sido una
vergüenza demasiado grande.
John adivinó que iba a pegarle de nuevo.y levantó un brazo para
protegerse la cara -¡Oh, no, Linda, no, por favor! -¡Bestezuela!
Linda lo obligó a bajar el brazo, dejándole la cara al
descubierto.
-¡No, Linda!
John cerró los ojos, esperando el golpe.
Pero Linda no le pegó. Al cabo de un momento, John volvió a
abrir los ojos y vio que su madre lo miraba. John intentó
sonreírle. De pronto, Linda lo abrazó y empezó a besarle,
una y otra vez.
Los momentos más felices eran cuando Linda le hablaba del Otro Lugar.
-¿Y de veras puedes volar cuando se te antoja?
-De veras.
Y Linda le contaba lo de la hermosa música que salía de una caja,
y los juegos estupendos a que se podía jugar, y las cosas deliciosas de
comer y de beber que había, y la luz que surgía con sólo
pulsar un aparatito en la pared, y las películas que se podían
oír, v palpar y ver, y otra caja que producía olores agradables,
y las casas rosadas, verdes, azules y plateadas; altas como montañas, y
todo el mundo feliz, y nadie triste ni enojado, y todo el mundo
pertenecía a todo el mundo, y las cajas que permitía ver y
oír todo lo que ocurría en el otro extremo del mundo, y los
niños en frascos limpios y hermosos.... todo limpísimo, sin malos
olores, sin suciedad... Y nadie solo, sino viviendo todos juntos, alegres y
felices, algo así como en los bailes de verano de Malpaís, pero
mucho más felices, porque su felicidad era de todos los días, de
siempre... John la escuchaba embelesado.
Muchos hombres iban a ver a Linda. Los chiquillos empezaron a señalarla
con el dedo. En su lengua extranjera decían que Linda era mala; la
llamaban con nombres que John no comprendía, pero que sabía eran
malos nombres. Un día empezaron a cantar una canción acerca de
Linda, una y otra vez. John les arrojó piedras. Ellos replicaron, y
una piedra aguzada lo hirió en la mejilla. La sangre no cesaba de manar
y pronto quedó cubierto de ella.
Linda le enseñó a leer. Con un trozo de carbón dibujaba
figuras en la pared -un animal echado, un niiño dentro de una botella-,
y después escribía detrás: EL GATO DUERME, EL PEQUE
ESTÁ EN EL BOTE. John aprendió de prisa y con facilidad. Cuando
ya sabía leer todas las palabras que su madre escribía en la
pared, Linda abrió su gran caja de madera y sacó de debajo de
aquellos graciosos pantalones rojos que nunca llevaba un librito muy delgado.
John lo había visto ya muchas veces.
-Cuando seas mayor -le decía siempre su madre- te dejaré
leerlo.
Bueno, ahora ya era lo bastante mayor. John se sentía muy orgulloso.
-Temo que no lo encontrarás muy apasionante -dijo Linda-, pero es el
único que tengo. -Y suspiró-. ¡Si pudieras ver las
estupendas máquinas de leer que tenemos en Londres!
John empezó a leer. El Condicionamiento químico y
bacteriológico del embrión. Instrucciones prácticas para
los trabajadores Beta del Almacén de Embriones. Sólo leer el
título le llevó un cuarto de hora. John arrojó el libro
al suelo.
-¡Libro feo, libro feo! -exclamó.
Y se echó a llorar.
Los muchachos seguían cantando su horrible canción acerca de
Linda. Y a veces se burlaban de él porque iba tan desharrapado. Cuando
se le rompían los vestidos, Linda no sabía remendarlos. En el
Otro Lugar, le dijo su madre, la gente tiraba la ropa vieja y se compraba otra
nueva. -¡Harapiento, harapiento! -le chillaban los muchachos.
Pero yo sé leer -se decía John-, y ellos no. Ni siquiera saben lo
que es leer. No le era difícil, si se esforzaba en pensar en aquello,
fingir que no le importaba que se burlaran de él. Pidió a Linda
que volviera a prestarle el libro.
Cuanto más cantaban los muchachos y más lo señalaban con
el dedo, tanto más ahincadamente leía. Pronto pudo leer todas
las palabras. Hasta las más largas. Pero, ¿qué
significaban? Se lo preguntó a Linda. Pero ni siquiera cuando
ésta podía contestarle lo comprendía con claridad. Y
generalmente ni siquiera podía contestarle.
-¿Qué son productos químicos? -preguntaba John.
-¡Oh! Cosas como sales de magnesio y alcohol para mantener a los Deltas y
los Epsilones pequeños y retrasados, y carbonato de calcio para los
huesos, y cosas por el estilo.
-Pero, ¿cómo se hacen los productos químicos, Linda?
¿De dónde salen?
-No lo sé. Se sacan de frascos. Y cuando los frascos quedan
vacíos, se envía a buscar más al Almacén
Químico. Supongo que la gente del Almacén Químico los
fabrica. O acaso van a buscarlos a la fábrica. No lo sé. Yo no
trabajaba en eso. Yo estaba ocupada en los embriones.
Y lo mismo ocurría con cualquier cosa que preguntara. Por lo visto,
Linda apenas sabía nada. Los viejos del pueblo daban respuestas mucho
más concretas.
La semilla de los hombres y de todas las criaturas, la semilla del sol y la
semilla de la tierra y la semilla del cielo, todo esto lo hizo Awonawilona de
la Niebla Desarrolladora. El mundo tiene cuatro vientres; y Awonaxvilona
enterró las semillas en el más bajo de los cuatro vientres. Y
gradualmente las semillas empezaron a germinar ...
Un día (John calculó más tarde que ello debió de
ocurrir poco después de haber cumplido los doce años),
llegó a casa y encontró en el suelo del dormitorio un libro que
no había visto nunca hasta entonces. Era un libro muy grueso y
parecía muy viejo. Los ratones habían roído sus tapas; y
algunas de sus páginas aparecían sueltas o arrugadas. John lo
cogió y miró la portadilla. El libro se titulaba Obras
Completas de William Shakespeare.
Linda yacía en la cama, bebiendo en una taza el hediondo
mescal.
-Popé lo trajo -dijo. Su voz sonaba estropajosa y áspera, como
si no fuese la suya-. Estaba en uno de los arcones de la Kiva de los
Antílopes. Seguramente estaba allá desde hace cientos de
años. Supongo que así es, porque le he echado una ojeada y
sólo dice tonterías. Un autor que estaba por civilizar. Aun
así, te servirá para hacer prácticas de lectura.
Echó otro trago, apuró la taza, la dejó en el suelo, al
lado de la cama, se volvió de lado, hipó una o dos veces y se
durmió.
John abrió el libro al azar.
Nada, sólo vivir
en el rancio sudor de un lecho inmundo, cociéndose en la
corrupción, arrullándose y haciendo el amor sobre el maculado
camastro ...
Las extrañas palabras penetraron, rumorosas, en su mente como la voz del
trueno; como los tambores de las danzas de verano si los tambores supieran
hablar; como los hombres que cantan el Canto del Maíz, tan hermoso que
hacía llorar; como las palabras mágicas del viejo Mitsima sobre
sus plumas, sus palos tallados y sus trozos de hueso y de piedra: kiathla
tsilu siloklve silokwe silokwe. Kiai silu silu, tsithl. Pero mejor que
las fórmulas mágicas de Mitsima, porque aquello significaba algo
más, porque le hablaba a él; le hablaba maravillosamente,
de una manera sólo a medias comprensible, con un poder mágico
terriblemente bello, de Linda; de Linda que yacía allá, roncando,
con la taza vacía junto a su cama; le hablaba de Linda y Popé, de
Linda y Popé.
John odiaba a Popé cada vez más. Un hombre puede sonreír
y sonreír y ser un villano. Un villano incapaz de remordimientos,
traidor, cobarde, inhumano. ¿Qué significaban exactamente estas
palabras? John sólo lo sabía a medias. Pero su magia era
poderosa, y las palabras seguían resonando en su cerebro, y en cierta
manera era como si hasta entonces no hubiese odiado realmente a Popé;
como si no le hubiese odiado realmente porque nunca había sido capaz de
expresar cuánto le odiaba. Pero ahora John tenía estas palabras,
estas palabras que eran como tambores, como cantos, como fórmulas
mágicas.
Un día, cuando John volvió a casa, después de sus juegos,
encontró abierta la puerta del cuarto interior y los vio yaciendo los
dos en la cama, dormidos: la blanca Linda, y Popé, casi negro a su lado,
con un brazo bajo los hombros de ella y el otro encima de su pecho, con una de
sus trenzas negras sobre la blanca garganta de Linda, como una serpiente que
quisiera estrangularla. En el suelo, junto a la cama, había la calabaza
de Popé y una taza. Linda roncaba.
John tuvo la sensación de que su corazón había
desaparecido, dejando un hueco en su lugar. Sí, se sentía
vacío. Vacío, y frío, y un tanto mareado, y como
deslumbrado. Se apoyó en la pared para rehacerse un poco. Villano sin
remordimientos, traidor, cobarde... Como tambores, como los hombres cuando
cantan al maíz, como fórmulas mágicas, las palabras se
repetían una y otra vez en su mente. John pasó del frío
inicial a un súbito calor. Las mejillas, inyectadas en sangre, le
ardían, la habitación vacilaba y se ensombrecía ante sus
ojos. Rechinó los dientes. Lo mataré, lo mataré, lo
mataré ... , empezó a decir. Y, de pronto, surgieron otras
palabras:
Cuando duerma, borracho, o esté enfurecido,
o goce del placer incestuoso de la cama ...
La magia estaba de su parte, la magia lo explicaba todo y daba órdenes.
John volvió al cuarto exterior. Cuando duerma, borracho... El cuchillo
de cortar la carne estaba en el suelo, junto al hogar. John lo cogió y,
de puntillas, se acercó de nuevo al umbral. Cuando duerma, borracho;
cuando duerma, borracho ... Cruzó corriendo la estancia y clavó
el cuchillo -ioh, la sangre! dos veces, mientras Popé despertaba de su
sueño; levantó la mano para volver a clavar el cuchillo, pero
alguien le cogió la muñeca y -ioh, oh!- se la retorció.
John no podía moverse, estaba cogido, y veía los ojillos negros
de Popé, muy cerca de él, mirándole fijamente. John
desvió la mirada. En el hombro izquierdo de Popé
aparecían dos cortes. ¡Oh, mira, sangre! -gritaba Linda-.
¡Sangre! Nunca había podido soportar la vista de la sangre.
Popé levantó la otra mano... para pegarme, pensó John. Se
puso rígido para aguantar el golpe. Pero la mano lo cogió por
debajo del mentón y le obligó a levantar la cabeza y a mirar a
Popé a los ojos. Durante largo rato, horas y más horas. Y de
pronto -no pudo evitarlo- John empezó a llorar. Y Popé se
echó a reír. Anda, ve -dijo, en su lengua india-. Ve, mi
valiente Thaiyuta. Y John corrió al otro cuarto, a ocultar sus
lágrimas.
-Ya tienes quince años -dijo el viejo Mitsima, en su lengua india-. Te
enseñaré a modelar la arcilla.
En cuclillas, junto al río, trabajaron juntos. -Ante todo -dijo Mitsima,
cogiendo un terrón de arcilla húmeda entre sus manos-, haremos
una luna pequeña.
El anciano aplastó el terrón dándole forma de disco, y
después levantó sus bordes; la luna se convirtió en un
bol.
Lenta, torpemente, John imitó los delicados gestos del anciano.
-Una luna, una taza, y ahora una serpiente.
Mitsima cogió otro terrón de arcilla Y formó con él
un largo cilindro flexible, lo dobló hasta darle la forma de un
círculo perfecto y lo colocó encima del borde del bol.
-Después otra serpiente, y otra, y otra.
Circulo tras círculo, Mitsima levantó los costados de la jarra;
era estrecha en la parte inferior, se hinchaba hacia el centro y volvía
a estrecharse en la parte del cuello. Mitsima modelaba, daba palmaditas,
acariciaba y rascaba la arcilla; y al fin salió de sus manos el
típico jarro de agua de Malpaís, si bien era de color blanco
cremoso en lugar de negro, y blando todavía. La contrahecha
imitación del jarro de Mitsima, obra de John, estaba a su lado. Mirando
los dos jarros, John no pudo reprimir una carcajada.
-Pero el próximo será mejor -dijo.
Y empezó a humedecer otro terrón de arcilla.
Modelar, dar forma, sentir cómo sus dedos adquirían habilidad y
fuerza le proporcionaba un placer extraordinario.
-Vitamina A, Vitamina B, Vitamina C -canturreaba, mientras trabajaba-. La grasa
está en el hígado, y el bacalao en el mar ...
Y también Mitsima cantaba: una canción sobre la matanza de un
oso.
Trabajaron todo el día; y el día entero estuvo lleno de una
felicidad intensa, absorbente.
-El próximo invierno -dijo el viejo Mitsima -te enseñaré a
construir un arco.
John esperó largo rato delante de la casa; y al fin terminaron las
ceremonias que se celebraban en el interior. La puerta se abrió y ellos
salieron. Primero Kothlu, con la mano derecha extendida, fuertemente cerrado
el puño, como si guardara una joya preciosa. Le seguía
Kiakimé, también con la mano derecha extendida, pero cerrado el
puño. Caminaban en silencio, y en silencio, detrás de ellos,
seguían los hermanos, las hermanas, los primos y la gente mayor.
Salieron del pueblo, cruzando la altiplanicie. Al llegar al borde del
acantilado se detuvieron, cara al sol matutino. Kothlu abrió el
puño. Viose en la palma de su mano una pulgarada de blanca harina de
maíz; Kothlu le echó un poco de su aliento, pronunció unas
palabras misteriosas y arrojó la harina, un puñado de polvo
blanco, en dirección al sol. Kiakimé hizo lo mismo.
Después el padre de Kiakimé avanzó un paso, y levantando
un bastón litúrgico adornado con plumas, pronunció una
larga oración y acabó arrojando el bastón en la misma
dirección que había seguido la harina de maíz.
-Se acabó -dijo el viejo Mitsima en voz alta-. Están casados.
-Bueno -dijo Linda, cuando se volvieron-; yo sólo digo que no veo la
necesidad de armar tanto alboroto por una insignificancia como ésta. En
los países civilizados, cuando un muchacho desea a una chica, se limita
a... Pero, ¿adónde vas, John?
John no le hizo caso y echó a correr, lejos, muy lejos, donde pudiera
estar solo.
Se acabó. Las palabras del viejo Mitsima seguían resonando en su
mente. Se acabó, se acabó ... En silencio, y desde lejos, pero
violenta, desesperadamente, sin esperanza alguna John había amado a
Kiakimé. Y ahora, todo había acabado. John tenía
dieciséis años.
Cuando la luna fuese llena, en la Kiva de los Antílopes se
revelarían muchos secretos, se ejecutarían muchos ritmos ocultos.
Los muchachos bajarían a la Kiva y saldrían de ella convertidos
en hombres. Todos estaban un poco asustados y al mismo tiempo impacientes.
Al fin llegó el día. El sol fue al ocaso y apareció la
luna. John fue con los demás. Ante la entrada de la Kiva esperaban
unos hombres morenos; la escalera de mano descendía hacia las
profundidades iluminadas con una luz rojiza. Ya los primeros habían
empezado a bajar. De pronto, uno de los hombres avanzó, lo
agarró por un brazo y lo sacó de la fila. John logró
escapar de sus manos y volver a ocupar su lugar entre los otros. Esta vez el
hombre lo agarró por los cabellos y le golpeó.
-¡Tú no, albino!
-¡El hijo de perra, no! -gritó otro hombre. Los muchachos
rieron.
-¡Fuera!
John todavía no se decidía a separarse del grupo.
-¡Fuera! -volvieron a gritar los hombres.
Uno de ellos se agachó, cogió una piedra y se la
arrojó.
-¡Fuera, fuera, fuera!
Cayó sobre él un chaparrón de guijarros. Sangrando, John
huyó hacia las tinieblas. De la Kiva iluminada de rojo llegaba hasta
él el rumor de unos cantos. El último muchacho había
bajado ya la escalera. John se había quedado solo.
Solo, fuera del pueblo, en la desierta llanura de la altiplanicie. A la luz de
la luna, las rocas eran como huesos blanqueados. Abajo, en el valle, los
coyotes aullaban a la luna. Los arañazos le escocían y los
cortes todavía le sangraban; pero no sollozaba por el dolor, sino porque
estaba solo, porque lo habían arrojado, solo, a aquel mundo
esquelético de rocas y luz de luna.
-Solo, siempre solo -decía el joven.
Las palabras despertaron un eco quejumbroso en la mente de Bernard. Solo,
solo...
-También yo estoy solo -dijo, cediendo a un impulso de confianza-.
Terriblemente solo.
-¿Tú? -John parecía sorprendido-. Yo creía que en el
Otro Lugar... Linda siempre dice que allá nadie está solo.
Bernard se sonrojó, turbado.
-Verás -dijo, tartamudeando y sin mirarle-, yo soy bastante diferente de
los demás, supongo. Si por azar uno es decantado diferente...
-Sí, esto es -asintió el joven-. Si uno es diferente, se ve
condenado a la soledad. Los demás le tratan brutalmente. ¿Sabes
que a mí me han mantenido alejado de todo? Cuando los otros muchachos
fueron enviados a pasar la noche en las montañas, donde deben
soñar cuál es su respectivo animal sagrado, a mí no me
dejaron ir con los otros; ni me revelaron ninguno de sus secretos. Pero yo lo
hice todo por mí mismo -agregó-. Pasé cinco días
sin comer absolutamente nada y una noche me marché solo a aquellas
montañas.
Bernard sonrió con condescendencia. -¿Y soñaste algo?
-preguntó.
El otro asintió con la cabeza.
-Pero no debo decirte lo que soñé. -Guardó silencio un
momento, y después, en voz baja, prosiguió-: Una vez hice algo
que ninguno de los demás ha hecho: un mediodía de verano,
permanecí apoyado en una roca, con los brazos abiertos, como
Jesús en la cruz.
-Pero ¿por qué lo hiciste?
-Quería saber qué sensación producía ser
crucificado. Colgar allá, al sol...
-Pero ¿por qué?
-¿Por qué? Pues... -vaciló-. Porque sentía que
debía hacerlo. Si Jesús pudo soportarlo... Además, si uno
ha hecho algo malo... Por otra parte, yo no era feliz; y ésta era otra
razón.
-A primera vista, parece una forma muy curiosa de poner remedio a la
infelicidad -dijo Bernard.
Pero, pensándolo mejor, llegó a la conclusión de que, a
fin de cuentas, algo había en ello. Quizá fuese mejor que tomar
soma...
-Al cabo de un rato me desmayé -dijo el joven-. Caí boca abajo.
¿No ves la señal del corte que me hice?
Se levantó el mechón de pelo rubio que le cubría la
frente, dejando al descubierto una cicatriz pálida que aparecía
en su sien derecha.
Bernard miró y se apresuró a cambiar de tema.
-¿Te gustaría ir a Londres con nosotros? -preguntó,
iniciando así el primer paso de una campaña cuya estrategia
había empezado a elaborar en secreto desde el momento en que, en el
interior de la casucha, había comprendido quién debía ser
el padre de aquel joven salvaje . ¿Te gustaría?
El rostro del muchacho se iluminó. -¿Lo dices en serio?
-Claro; es decir, suponiendo que consiguiera el permiso.
-¿Y Linda también?
-Bueno...
Bernard vaciló. ¡Aquella odiosa criatura! No, era imposible. A
menos que... De pronto, se le ocurrió a Bernard que la misma
repulsión que Linda inspiraba podía constituir un buen triunfo.
-Pues, ¡claro que sí! -exclamó, esforzándose por
compensar su vacilación con un exceso de cordialidad.
-¡Pensar que pudiera realizarse el sueño de toda mi vida!
¿Recuerdas lo que dice Miranda?
-¿Quién es Miranda?
Pero, evidentemente, el joven no había oído la pregunta.
-¡Oh, maravilla! -decía.
Sus ojos brillaban y su rostro ardía.
-¡Cuántas y cuán divinas criaturas hay aquí!
¡Cuán bella humanidad!
Su sonrojo se intensificó súbitamente; John pensaba en Lenina, en
aquel ángel vestido de viscosa color verde botella, reluciente de
juventud y de crema cutánea, llenita y sonriente. Su voz
vaciló:
-¡Oh, maravilloso nuevo mundo! -empezó; pero de pronto se
interrumpió; la sangre había abandonado sus mejillas; estaba
blanco como el papel-. ¿Estás casado con ella? -preguntó.
-¿Si estoy qué?
-Casado. ¿Comprendes? Para siempre. Los indios, en su lengua lo dicen
así: Para siempre. Un lazo que no puede romperse.
-¡Oh, no, por Ford!
Bernard no pudo por menos de reír.
John rió también, pero por otra razón. Rió de pura
alegría.
-¡Oh, maravilloso nuevo mundo! -repitió-. ¡Oh, maravilloso
nuevo mundo que alberga tales criaturas! ¡Vayamos allá!
-A veces hablas de una manera muy rara -dijo Bernard, mirando al joven con
asombro y perplejidad-. Por otra parte, ¿no sería más
prudente que esperaras a ver ese nuevo mundo?