-Pues... la religión, desde luego -contestó el Interventor-.
Antes de la Guerra de los Nueve Años había una cosa llamada...
Dios. Perdón, se me olvidaba: usted está perfectamente informado
acerca de Dios, supongo.
-Bueno...
El Salvaje vaciló. Le hubiese gustado decir algo de la soledad, de la
noche, de la altiplanicie extendiéndose, pálida, bajo la luna,
del precipicio, de la zambullida en la oscuridad, de la muerte. Le hubiese
gustado hablar de todo ello; pero no existían palabras adecuadas. Ni
siquiera en Shakespeare.
El Interventor, entretanto, hablase dirigido al otro extremo de la estancia, y
abría una enorme caja de caudales empotrada en la pared, entre los
estantes de libros. La pesada puerta se abrió. Buscando en la penumbra
de su interior, el Interventor dijo:
-Es un tema que siempre me ha interesado mucho. -Sacó de la caja un
grueso volumen negro-. Supongo que usted no ha leído esto, por
ejemplo.
El Salvaje cogió el libro.
-La Sagrada Biblia, con el Antiguo y el Nuevo Testamento
-leyó en voz alta.
-Ni esto.
Era un libro pequeño, sin tapas.
-La Imitación de Cristo.
-Ni esto.
Y le ofreció otro volumen.
-Las Variedades de la experiencia Religiosa, deWilliam James.
-Y aún tengo muchos más -prosiguió Mustafá Mond,
volviendo a sentarse-. Toda una colección de antiguos libros
pornográficos. Dios en el arca y Ford en los estantes.
Y señaló, riendo, su biblioteca oficial, los estantes llenos de
libros, las hileras de carretes y rollos de cintas sonoras.
-Pero si usted conoce a Dios, ¿por qué no se lo dice a los
demás? -preguntó el Salvaje, indignado-. ¿Por qué no
les da a leer estos libros que tratan de Dios?
-Por la misma razón por la que no les dejo leer Otelo: son
antiguos; tratan del Dios de hace cientos de años. No del Dios de
ahora.
-Pero Dios no cambia. -Los hombres, sí.
-Y ello, ¿produce alguna diferencia?
-Una diferencia fundamental -dijo Mustafá Mond. Volvió a
levantarse y se acercó al arca-. Existió un hombre que se
llamaba cardenal Newman -dijo-. Un cardenal -explicó a modo de
paréntesis- era una especie de Archichantre Comunal.
-Yo, Pandulfo, cardenal de Ia bella Milán.
He leído acerca de ellos en Shakespeare.
-Desde luego. Bien, como le decía, existió un hombre que se
llamaba cardenal Newman. ¡Ah, aquí está el libro! -Lo
sacó del arca-. Y puesto que me viene a mano, sacaré
también este otro. Es de un hombre que se llamó Maine de Biran.
Fue un filósofo, suponiendo que usted sepa qué era un
filósofo.
-Un hombre que sueña en menos cosas de las que hay en los cielos y en la
tierra -dijo el Salvaje inmediatamente.
-Exacto. Después, leeré una de las cosas en que este
filósofo soñó. De momento, escuche lo que decía
ese antiguo Archichantre Comunal. -Abrió el libro por el punto marcado
con un trozo de papel y empezó a leer-. No somos más nuestros de
lo que es nuestro lo que poseemos. No nos hicimos a nosotros mismos, no
podemos ser superiores de nosotros mismos. No somos nuestros propios
dueños. Somos propiedad de Dios. ¿No consiste nuestra felicidad en
ver así las cosas? ¿Existe alguna felicidad o algún consuelo
en creer que somos nuestros? Es posible que los jóvenes y los
prósperos piensen así. Es posible que éstos piensen que
es una gran cosa hacerlo según su voluntad, como ellos suponen, no
depender de nadie, no tener que pensar en nada invisible, ahorrarse el fastidio
de tener que reconocer continuamente, de tener que rezar continuamente, de
tener que referir continuamente todo lo que hacen a la voluntad de otro. Pero
a medida que pase el tiempo, éstos, como todos los hombres,
descubrirán que la independencia no fue hecha para el hombre que es un
estado antinatural, que puede sostenerse por un momento, pero no puede
llevarnos a salvo hasta el fin ... -Mustafá Mond hizo una pausa,
dejó el primer libro y, cogiendo el otro, volvió unas
páginas del mismo-. Vea esto, por ejemplo -dijo; y con su voz profunda
empezó a leer de nuevo-. Un hombre envejece; siente en sí mismo
esa sensación radical de debilidad, de fatiga, de malestar, que
acompaña a la edad avanzada; y, sintiendo esto, imagina que,
simplemente, está enfermo, engaña sus temores con la idea de que
su desagradable estado obedece a alguna causa particular, de la cual, como de
una enfermedad, espera rehacerse. ¡Vaya imaginaciones! Esta enfermedad es
la vejez; y es una enfermedad terrible. Dicen que el temor a la muerte y a lo
que sigue a la muerte es lo que induce a los hombres a entregarse a la
religión cuando envejecen. Pero mi propia experiencia me ha convencido
de que, aparte tales terrores e imaginaciones, el sentimiento religioso tiende
a desarrollarse a medida que la imaginación y los sentidos se excitan
menos y son menos excitables, nuestra razón halla menos
obstáculos en su labor, se ve menos ofuscada por las lágrimas;
los deseos y las distracciones en que solía absorberse; por lo cual Dios
emerge como desde detrás de una nube; nuestra alma siente, ve, se vuelve
hacia el manantial de toda luz; se vuelve, natural e inevitablemente, hacia
ella; porque ahora que todo lo que daba al mundo de las sensaciones su vida y
su encanto ha empezado a alejarse de nosotros, ahora que la existencia
fenoménica ha dejado de apoyarse en impresiones interiores o exteriores,
sentimos la necesidad de apoyarnos en algo permanente, en algo que nunca pueda
fallarnos, en una realidad, en una verdad absoluta e imperecedera. Sí,
inevitablemente nos volvemos hacia Dios; porque este sentimiento religioso es
por naturaleza tan puro, tan delicioso para el alma que lo experimenta, que nos
compensa de todas las demás pérdidas. -Mustafá Mond
cerró el libro y se arrellanó en su asiento-. Una de tantas cosas
del cielo y de la tierra en las que esos filósofos no soñaron fue
esto -e hizo un amplio ademán con la mano-: nosotros, el mundo moderno.
Sólo podéis ser independientes de Dios mientras conservéis
la juventud y la prosperidad; la independencia no os llevará a salvo
hasta el final. Bien, el caso es que actualmente podemos conservar y
conservarnos la juventud y la prosperidad hasta el final. ¿Qué se
siaue de ello? Evidentemente, que podemos ser independientes de Dios. El
sentimiento religioso nos compensa de todas las demás pérdidas.
Pero es que nosotros no sufrimos pérdida alguna que debamos compensar;
por tanto, el sentimiento religioso resulta superfluo. ¿Por qué
deberíamos correr en busca de un sucedáneo para los deseos
juveniles, si los deseos juveniles nunca cejan? ¿Para qué un
sucedáneo para las diversiones, si seguimos gozando de las viejas
tonterías hasta el último momento? ¿Qué necesidad
tenemos de reposo cuando nuestras mentes y nuestros cuerpos siguen
deleitándose en la actividad? ¿Qué consuelo necesitamos,
puesto que tenemos soma? ¿Para qué buscar algo inamovible,
si ya tenemos el orden social?
-Entonces, ¿usted cree que Dios no existe? -preguntó el Salvaje.
-No, yo creo que probablemente existe un dios.
-Entonces, ¿por qué ... ?
Mustafá Mond le interrumpió.
-Pero un dios que se manifiesta de manera diferente a hombres diferentes. En
los tiempos premodernos se manifestó como el ser descrito en estos
libros. Actualmente...
-¿Cómo se manifiesta actualmente? -preguntó el Salvaje.
-Bueno, se manifiesta como una ausencia; como si no existiera en absoluto.
-Esto es culpa de ustedes.
-Llámelo culpa de la civilización. Dios no es compatible con el
maquinismo, la medicina científica y la felicidad universal. Es preciso
elegir. Nuestra civilización ha elegido el maquinismo, la medicina y la
felicidad. Por esto tengo que guardar estos libros encerrados en el arca de
seguridad. Resultan indecentes. La gente quedaría asqueada si...
El Salvaje le interrumpió.
-Pero, ¿no es natural sentir que hay un Dios? -Pero la gente ahora nunca
está sola -dijo Mustafá Mond-. La inducimos a odiar la soledad;
disponemos sus vidas de modo que casi les es imposible estar solos alguna
vez.
El Salvaje asintió sombríamente. En Malpaís había
sufrido porque lo habían aislado de las actividades comunales del
pueblo; en el Londres civilizado sufría porque nunca lograba escapar a
las actividades comunales, nunca podía estar completamente solo.
-¿Recuerda aquel fragmento de El Rey Lear? -dijo el Salvaje, al
fin-: Los dioses son justos, y convierten nuestros vicios de placer en
instrumentos con que castigarnos; el lugar abyecto y sombrío donde te
concibió le costó los ojos, y Edmundo contesta,
recuérdelo, cuando está herido, agonizante: Has dicho la verdad;
es cierto. La rueda ha dado la vuelta entera; aquí estoy.
¿Qué me dice de esto? ¿No parece que exista un Dios que
dispone las cosas, que castiga, que premia?
-¿Sí? -preguntó el Interventor a su vez-. Puede usted
permitirse todos los pecados agradables que quiera con una neutra sin correr el
riesgo de que le saque los ojos la amante de su hija. La rueda ha dado una
vuelta entera; aquí estoy. Pero, ¿dónde estaría
Edmundo actualmente? Estaría sentado en una butaca neumática,
ciñendo con un brazo la cintura de una chica, mascando un chiclé
de hormonas sexuales y contemplando el sensorama. Los dioses son justos. Sin
duda. Pero su código legal es dictado, en última instancia, por
las personas que organizan la sociedad. La Providencia recibe órdenes
de los hombres.
-¿Está seguro de ello? -preguntó el Salvaje-.
¿Está completamente seguro de que Edmundo, en su butaca
neumática, no ha sido castigado tan duramente como el herido que se
desangra hasta morir? Los dioses son justos. ¿Acaso no han empleado estos
vicios de placer como instrumento para degradarle?
-¿Degradarle de qué posición? En su calidad de ciudadano
feliz, trabajador y consumidor de bienes, es perfecto. Desde luego, si usted
elige como punto de referencia otro distinto del nuestro, tal vez pueda decir
que ha sido degradado. Pero debe usted seguir fiel a un mismo juego de
postulados. No puede jugar al Golf Electromagnético siguiendo el
reglamento de Pelota Centrífuga.
-Pero el valor no reside en la voluntad particular -dijo el Salvaje-.
Conservar su estima y su dignidad en cuanto que es tan precioso en sí
mismo como a los ojos del tasador.
-Vamos, vamos -protestó Mustafá Mond-. ¿No le parece que
esto es ya ir demasiado lejos? -Si ustedes se permitieran pensar en Dios, no se
permitirían a sí mismo dejarse degradar por los vicios
agradables.
Tendrían una razón para soportar las cosas con paciencia, y para
realizar muchas cosas valor. He podido verlo así en los indios.
-No lo dudo -dijo Mustafá Mond-. Pero nosotros no somos indios. Un
hombre civilizado no tiene ninguna necesidad de soportar nada que sea
seriamente desagradable. En cuanto a realizar cosas, Ford no quiere que tal
idea penetre en la mente del hombre civilizado. Si los hombres empezaran a
obrar por su cuenta, todo el orden social sería trastornado.
-¿Y en qué queda, entonces, la autonegación?
Si ustedes tuvieran un Dios, tendrían una razón para la
autonegación.
-Pero la civilización industrial sólo es posible cuando no existe
autonegación. Es precisa la autosatisfacción hasta los
límites impuestos por la higiene y la economía. De otro modo las
ruedas dejarían de girar.
-¡Tendrían ustedes una razón para la castidad! -dijo el
Salvaje, sonrojándose ligeramente al pronunciar estas palabras.
-Pero la castidad entraña la pasión, la castidad entraña
la neurastenia. Y la pasión y la neurastenia entrañan la
inestabilidad. Y la inestabilidad, a su vez, el fin de la civilización.
Una civilización no puede ser duradera sin gran cantidad de vicios
agradables.
-Pero Dios es la razón que justifica todo lo que es noble, bello y
heroico. Si ustedes tuvieran un Dios...
-Mi joven y querido amigo -dijo Mustafá Mond-, la civilización no
tiene ninguna necesidad de nobleza ni de heroísmo. Ambas cosas son
síntomas de ineficacia política. En una sociedad debidamente
organizada como la nuestra, nadie tiene la menor oportunidad de comportarse
noble y heroicamente. Las condiciones deben hacerse del todo inestables antes
de que surja tal oportunidad. Donde hay guerras, donde hay una dualidad de
lealtades, donde hay tentaciones que resistir, objetos de amor por los cuales
luchar o que defender, allá, es evidente, la nobleza y el
heroísmo tienen algún sentido. Pero actualmente no hay guerras.
Se toman todas las precauciones posibles para evitar que cualquiera pueda amar
demasiado a otra persona.
No existe la posibihdad de elegir entre dos lealtades o fidelidades; todos
están condicionados de modo que no pueden hacer otra cosa más que
lo que deben hacer. Y lo que uno debe hacer resulta tan agradable, se permite
el libre juego de tantos impulsos naturales, que realmente no existen
tentaciones que uno deba resistir. Y si alguna vez, por algún
desafortunado azar, ocurriera algo desagradable, bueno, siempre hay el soma,
que puede ofrecernos unas vacaciones de la realidad. Y siempre hay el
soma para calmar nuestra ira, para reconciliarnos con nuestros enemigos,
para hacernos pacientes y sufridos. En el pasado, tales cosas sólo
podían conseguirse haciendo un gran esfuerzo y al cabo de muchos
años de duro entrenamiento moral. Ahora, usted se zampa dos o tres
tabletas de medio gramo, y listo. Actualmente, cualquiera puede ser virtuoso.
Uno puede llevar al menos la mitad de su moralidad en el bolsillo, dentro de un
frasco. El cristianismo sin lágrimas: esto es el soma.
-Pero las lágrimas son necesarias. ¿No recuerda lo que dice Otelo?
Si después de cada tormenta vienen tales calmas, ojalá los
vientos soplen hasta despertar a la muerte. Hay una historia, que uno de los
ancianos indios solía contarnos, acerca de la Doncella de
Mátsaki. Los jóvenes que aspiraban a casarse con ella
tenían que pasarse una mañana cavando en su huerto.
Parecía fácil; pero en aquel huerto había moscas y
mosquitos mágicos. La mayoría de los jóvenes,
simplemente, no podían resistir las picaduras y el escozor. Pero el que
logró soportar la prueba, se casó con la muchacha.
-Muy hermoso. Pero en los países civilizados -dijo el Interventor- se
puede conseguir a las muchachas sin tener que cavar para ellas; y no hay moscas
ni mosquitos que le piquen a uno. Hace siglos que nos libramos de ellos.
El Salvaje asintió, ceñudo.
-Se libraron de ellos. Sí, muy propio de ustedes. Librarse de todo lo
desagradable en lugar de aprender a soportarlo. Si es más noble soportar
en el alma las pedradas o las flechas de la mala fortuna, o bien alzarse en
armas contra un piélago de pesares y acabar con ellos
enfrentándose a los mismos ... Pero ustedes no hacen ni una cosa ni
otra. Ni soportan ni resisten. Se limitan a abolir las pedradas y las
flechas. Es demasiado fácil.
El Salvaje enmudeció súbitamente, pensando en su madre. En su
habitación del piso treinta y siete, Linda había flotado en un
mar de luces cantarinas y caricias perfumadas, había flotado lejos,
fuera del espacio, fuera del tiempo, fuera de la prisión de sus
recuerdos, de sus hábitos, de su cuerpo envejecido y abotagado. Y
Tomakin, ex director de Incubadoras y Condicionamiento, Tomakin seguía
todavía de vacaciones, de vacaciones de la humillación y el
dolor, en un mundo donde no pudiera ver aquel rostro horrible ni sentir
aquellos brazos húmedos y fofos alrededor de su cuello, en un mundo
hermoso...
-Lo que ustedes necesitan -prosiguió el Salvaje- es algo con
lágrimas, para variar. Aquí nada cuesta lo bastante.
-Atreverse a exponer lo que es mortal e inseguro al azar, la muerte y el
peligro, aunque sólo sea por una cáscara de huevo... ¿No hay
algo en esto? -preguntó el Salvaje, mirando a Mustafá Mond-.
Dejando aparte a Dios, aunque, desde luego, Dios sería una razón
para obrar así. ¿No tiene su hechizo el vivir peligrosamente?
-Ya lo creo -contestó el Interventor-. De vez en cuando hay que
estimular las glándulas suprarrenales de hombres y mujeres.
-¿Cómo? -preguntó el Salvaje, sin comprender.
-Es una de las condiciones para la salud perfecta. Por esto hemos impuesto
como obligatorios los tratamientos de S.P.V.
-¿S.P.V.?
-Sucedáneo de Pasión Violenta. Regularmente una vez al mes.
Inundamos el organismo con adrenalina. Es un equivalente fisiológico
completo del temor y la ira. Todos los efectos tónicos que produce
asesinar a Desdémona o ser asesinado por Otelo, sin ninguno de sus
inconvenientes.
-Es que a mí me gustan los inconvenientes. -A nosotros, no -dijo el
Interventor-. Preferimos hacer las cosas con comodidad.
-Pues yo no quiero comodidad. Yo quiero a Dios, quiero poesía, quiero
peligro real, quiero libertad, quiero bondad, quiero pecado.
-En suma -dijo Mustafá Mond-, usted reclama el derecho a ser
desgraciado.
-Muy bien, de acuerdo -dijo el Salvaje, en tono de reto-. Reclamo el derecho a
ser desgraciado.
-Esto, sin hablar del derecho a envejecer, a volverse feo e impotente, el
derecho a tener sífilis y cáncer, el derecho a pasar hambre, el
derecho a ser piojoso, el derecho a vivir en el temor constante de lo que pueda
ocurrir mañana; el derecho a pillar un tifus; el derecho a ser
atormentado.
Siguió un largo silencio.
-Reclamo todos estos derechos -concluyó el Salvaje.
Mustafá Mond se encogió de hombros.
-Están a su disposición -dijo.