Linda, por el contrario, no tenía el menor éxito; nadie
tenía el menor deseo de ver a Linda. Decir que una era madre era algo
peor que un chiste: era una obscenidad. Además, Linda no era una
salvaje auténtica; había sido incubada en un frasco y
condicionada como todo el mundo, de modo que no podía tener ideas
completamente extravagantes. Finalmente -y ésta era la razón
más poderosa por la cual la gente no deseaba ver a la pobre Linda-,
había la cuestión de su aspecto. Era gorda; había perdido
su juventud; tenía los dientes estropeados y el rostro abotagado.
¡Y aquel rostro! ¡Oh, Ford! No se la podía mirar sin sentir
mareos, auténticos mareos. Por eso las personas distinguidas estaban
completamente decididas a no ver a Linda. Y Linda, por su parte, no
tenía el menor deseo de verlas. El retorno a la civilización
fue, para ella, el retorno al soma, la posibilidad de yacer en cama y
tomarse vacaciones tras vacaciones, sin tener que volver de ellas con jaqueca o
vómitos, sin tener que sentirse como se sentía siempre
después de tomar peyotl, como si hubiese hecho algo tan
vergonzosamente antisocial que nunca más había de poder llevar ya
la cabeza alta.
El soma no gastaba tales jugarretas. Las vacaciones que proporcionaba
eran perfectas, y si la mañana siguiente resultaba desagradable,
sólo era por comparación con el gozo de la víspera. La
solución era fácil: perpetuar aquellas vacaciones. Glotonamente,
Linda exigía cada vez dosis más elevadas y más frecuentes.
Al principio, el doctor Shaw ponía objeciones; después le
concedió todo el soma que quisiera. Linda llegaba a tomar hasta
veinte gramos diarios.
-Lo cual acabará con ella en un mes o dos -confió el doctor a
Bernard-. El día menos pensado el centro respiratorio se
paralizará. Dejará de respirar. Morirá. Y no me parece
mal. Si pudiéramos rejuvenecerla, la cosa sería distinta. Pero
no podemos.
Cosa sorprendente, en opinión de todos (porque cuando estaba bajo la
influencia del soma, Linda dejaba de ser un estorbo), John puso
objeciones.
-Pero ¿no le acorta usted la vida dándole tanto soma?
-En cierto sentido, sí -reconoció el doctor Shaw-. Pero,
según como lo mire, se la alargamos.
El joven lo miró sin comprenderle.
-El soma puede hacernos perder algunos años de vida temporal
-explicó el doctor-. Pero piense en la duración inmensa, enorme,
de la vida que nos concede fuera del tiempo. Cada una de vuestras vacaciones
de soma es un poco lo que nuestros antepasados llamaban eternidad.
John empezaba a comprender.
-La eternidad estaba en nuestros labios y nuestros ojos -murmuró.
-¿Cómo?
-Nada.
-Desde luego -prosiguió el doctor Shaw-, no podemos permitir que la
gente se nos marche a la eternidad a cada momento si tiene algún trabajo
serio que hacer. Pero como Linda no tiene ningún trabajo serio...
-Sin embargo -insistió John-, no me parece justo.
El doctor se encogió de hombros.
-Bueno, si usted prefiere que esté chillando como una loca todo el
tiempo...
Al fin, John se vio obligado a ceder. Linda consiguió el soma
que deseaba. A partir de entonces permaneció en su cuartito de la
planta treinta y siete de la casa de apartamentos de Bernard, en cama, con la
radio y la televisión constantemente en marcha, el grifo de
pachulí goteando, y las tabletas de soma al alcance de la mano;
allá permaneció, y, sin embargo, no estaba allá, en
absoluto; estaba siempre fuera, infinitamente lejos, de vacaciones; de
vacaciones en algún otro mundo, donde la música de la radio era
un laberinto de colores sonoros, un laberinto deslizante, palpitante, que
conducía (a través de unos recodos inevitables, hermosos) a un
centro brillante de convicción absoluta; un mundo en el cual las
ímágenes danzantes de la televisión eran los actores de un
sensorama cantado, indescriptiblemente delicioso; donde el pachulí que
goteaba era algo más que un perfume: era el sol, era un millón de
saxofones, era Popé haciendo el amor, y mucho más aún,
incomparablemente más, y sin fin...
-No, no podemos rejuvenecer. Pero me alegro mucho de haber tenido esta
oportunidad de ver un caso de senilidad del ser humano -concluyó el
doctor Shaw-. Gracias por haberme llamado.
Y estrechó calurosamente la mano de Bernard.
Por consiguiente, era John a quien todos buscaban. Y como a John sólo
cabía verle a través de Bernard, su guardián oficial,
Bernard se vio tratado por primera vez en su vida no sólo normalmente,
sino como una persona de importancia sobresaliente.
Ya no se hablaba de alcohol en su sucedáneo de la sangre, ni se lanzaban
pullas a propósito de su aspecto físico.
-Bernard me ha invitado a ir a ver al Salvaje el próximo
miércoles -anunció Fanny triunfalmente.
-Lo celebro -dijo Lenína-. Y ahora, reconoce que estabas equivocada en
cuanto a Bernard. ¿No lo encuentras simpatiquísimo?
Fanny asintió con la cabeza.
-Y debo confesar -agregó- que me llevé una sorpresa muy
agradable.
El Envasador Jefe, el director de Predestinación, tres Delegados
Auxiliares de Fecundación, el Profesor de Sensoramas del Colegio de
Ingeniería Emocional, el Deán de la Cantoría Comunal de
Westminster, el Supervisor de Bokanovskificación... La lista de
personajes que frecuentaba a Bernard era interminable.
-Y la semana pasada fui con seis chicas -confió Bernard a Helmholtz
Watson-. Una el lunes, dos el martes, otras dos el viernes y una el
sábado. Y si hubiese tenido tiempo o ganas, había al menos una
docena más de ellas que sólo estaban deseando...
Helmholtz escuchaba sus jactancias en un silencio tan sombrío y
desaprobador, que Bernard se sintió ofendido.
-Me envidias -dijo.
Helmholtz denegó con la cabeza.
-No, pero estoy muy triste; esto es todo -contestó.
Bernard se marchó irritado, y se dijo que no volvería a dirigir
la palabra a Helmholtz.
Pasaron los días. El éxito se le subió a Bernard a la
cabeza y le reconcilió casi completamente (como lo hubiese conseguido
cualquier otro intoxicante) con un mundo que, hasta entonces, había
juzgado poco satisfactorio. Desde el momento en que le reconocía a
él como un ser importante, el orden de cosas era bueno. Pero, aun
reconciliado con él por el éxito. Bernard se negaba a renunciar
al privilegio de criticar este orden. Porque el hecho de ejercer la
crítica aumentaba la sensación de su propia importancia, le
hacía sentirse más grande. Además, creía de verdad
que había cosas criticables. (Al mismo tiempo, gozaba de veras de su
éxito y del hecho de poder conseguir todas las chicas que deseaba.) En
presencia de quienes, con vistas al Salvaje, le hacían la corte, Bernard
hacía una asquerosa exhibición de heterodoxia. Todos le
escuchaban cortésmente. Pero, a sus espaldas, la gente movía la
cabeza. Este joven acabará mal, decían, y formulaban esta
profecía confiadamente porque se proponían poner todo de su parte
para que se cumpliera. La próxima vez no encontrará otro Salvaje
que lo salve por los pelos, decían. Pero, por el momento, había
el primer Salvaje; valía la pena mostrarse corteses con Bernard.
-Más liviano que el aire -dijo Bernard, señalando hacia
arriba.
Como una perla en el cielo, alto, muy alto por encima de ellos, el globo
cautivo del Departamento Meteorológico brillaba, rosado, a la luz del
sol.
... es preciso mostrar a dicho Salvaje la vida civilizada en todos sus
aspectos, decían las instrucciones de Bernard.
En aquel momento le estaba enseñando una vista panorámica de la
misma, desde la plataforma de la Torre de Charing-T. El Jefe de la
Estación y el Meteorólogo Residente actuaban en calidad de
guías. Pero Bernard llevaba casi todo el peso de la
conversación. Embriagado, se comportaba exactamente igual que si
hubiese sido, como mínimo, un Interventor Mundial en visita. Más
liviano que el aire.
El Cohete Verde de Bombay cayó del cielo. Los pasajeros se apearon.
Ocho mellizos dravídicos idénticos, vestidos de color caqui,
asomaron por las ocho portillas de la cabina: los camareros.
-Mil doscientos cincuenta kilómetros por hora -dijo solemnemente el Jefe
de la Estación-. ¿Qué le parece, Mr. Salvaje?
John lo encontró magnífico.
-Sin embargo -dijo- Ariel podía poner un cinturón a la tierra en
cuarenta minutos.
El Salvaje -escribió Bernard en su informe a Mustafá Mond-
muestra, sorprendentemente, escaso asombro o terror ante los inventos de la
civilización. Ello se debe en parte, sin duda, al hecho de que
había oído hablar de ellos a esa mujer llamada Linda, su m ...
Mustafá frunció el ceño. ¿Creerá ese
imbécil que soy demasiado ñoño para no poder ver escrita
la palabra entera?
En parte porque su interés se halla concentrado en lo que él
llama "el alma", que insiste en considerar como algo enteramente independiente
del ambiente físico; por consiguiente, cuando intenté
señalarle que ...
El Interventor se saltó las frases siguientes, y cuando se
disponía a volver la hoja en busca de algo más interesante y
concreto, sus miradas fueron atraídas por una serie de frases
completamente extraordinarias.
... aunque debo reconocer -leyó- que estoy de acuerdo con el Salvaje en
juzgar el infantilismo civilizado demasiado fácil o, como dice
él, no lo bastante costoso; y quisiera aprovechar esta oportunidad para
llamar la atención de Su Fordería hacia ...
La ira de Mustafá Mond cedió el paso casi inmediatamente al buen
humor. La idea de que aquel individuo pretendiera solemnemente darle lecciones
a él -a él- sobre el orden social, era realmente demasiado
grotesca. El pobre tipo debía de haberse vuelto loco. Tengo que darle
una buena lección, se dijo; después echó la cabeza hacia
atrás y soltó una fuerte carcajada. Por el momento, en todo
caso, la lección podía esperar.
Se trataba de una pequeña fábrica de alumbrado para
helicópteros, filial de la Sociedad de Equipos Eléctricos. Les
recibieron en la misma azotea (porque los efectos de la circular de
recomendación del Interventor eran mágicos) el Jefe
Técnico y el Director de Elementos Humanos bajaron a la
fábrica.
-Cada proceso de fabricación -explicó el director de Elementos
Humanos- es confiado, dentro de lo posible, a miembros de un mismo Grupo de
Bokanovsky.
Y, en efecto, ochenta y tres Deltas braquicéfalos, negros y casi
desprovistos de nariz, se hallaban trabajando en el estampado en frío.
Los cincuenta y seis tornos y mandriles de cuatro brocas eran manejados por
cincuenta y seis Gammas aguileños, color de jengibre. En la
fundición trabajaban ciento siete Epsilones senegaleses especialmente
condicionados para soportar el calor. Treinta y tres Deltas hembras, de cabeza
alargada, rubias, de pelvis estrecha, y todas ellas de un metro sesenta y nueve
centímetros de estatura, con diferencias máximas de veinte
milímetros, cortaban tornillos. En la sala de montajes las
dínamos eran acopladas por dos grupos de enanos Gamma-Más. Los
dos bancos de trabajo, alargados, estaban situados uno frente al otro; entre
ambos reptaba la cinta sin fin con su carga de piezas sueltas; cuarenta y siete
cabezas rubias se alineaban frente a cuarenta y siete cabezas morenas.
Cuarenta y siete machos frente a cuarenta y siete narigudos; cuarenta y siete
mentones escurridos frente a cuarenta y siete mentones salientes. Los
aparatos, una vez acoplados, eran inspeccionados por dieciocho muchachas
idénticas, de pelo castaño rizado, vestidas del color verde de
los Gammas, embalados en canastas por cuarenta y cuatro Delta-Menos pernicortos
y zurdos, y cargados en los camiones y carros por sesenta y tres Epsilones
semienanos, de ojos azules, pelirrojos y pecosos.
-¡Oh maravilloso nuevo mundo ... !
Por una especie de chanza de su memoria, el Salvaje se encontró
repitiendo las palabras de Miranda:
-¡Oh maravilloso nuevo mundo que alberga a tales seres!
-Y le aseguro -concluyó el director de Elementos Humanos, cuando
salían de los talleres que apenas tenemos problema alguno con nuestros
obreros. Siempre encontramos...
Pero el Salvaje, súbitamente, se había separado de sus
acompañantes y, oculto tras un macizo de laureles, estaba sufriendo
violentas arcadas, como si la tierra firme hubiese sido un helicóptero
con una bolsa de aire.
En Eton, aterrizaron en la azotea de la Escuela Superior. Al otro lado del
Patio de la Escuela, los cincuenta y dos pisos de la Torre de Lupton
destellaban al sol. La Universidad a la izquierda y la Cantoría Comunal
de la Escuela a la derecha, levantaban su venerable cúmulo de cemento
armado y vita-cristal. En el centro del espacio cuadrangular se erguía
la antigua estatua de acero cromado de Nuestro Ford.
El doctor Gaffney, el Preboste, y Miss Keate, la Maestra Jefe, les recibieron
al bajar del aparato.
-¿Tienen aquí muchos mellizos? -preguntó el Salvaje, con
aprensión, en cuanto empezaron la vuelta de inspección.
-¡Oh, no! -contestó el Preboste-. Eton está reservado
exclusivamente para los muchachos y muchachas de las clases más altas.
Un óvulo, un adulto. Desde luego, ello hace más difícil
la instrucción. Pero como los alumnos están destinados a tomar
sobre sí graves responsabilidades y a enfrentarse con contingencias
inesperadas, no hay más remedio.
Y suspiró.
Bernard, entretanto, iniciaba la conquista de Miss Keate.
-Si está usted libre algún lunes, miércoles -a viernes por
la noche -le decía-, puede venir a mi casa. -Y, señalando con el
pulgar al Salvaje, añadió-: Es un tipo curioso, ¿sabe usted?
Estrafalario.
Miss Keate sonrió (y su sonrisa le pareció a Bernard realmente
encantadora).
-Gracias -dijo-. Me encantará asistir a una de sus fiestas.
El Preboste abrió la puerta.
Cinco minutos en el aula de los Alfa-Doble Más dejaron a John un tanto
confuso.
-¿Qué es la relatividad elemental? -susurró a Bernard.
Bernard intentó explicárselo, pero, cambiando de opinión,
sugirió que pasaran a otra aula.
Tras de una puerta del corredor que conducía al aula de Geografía
de los Beta-Menos, una voz de soprano, muy sonora, decía:
-Uno, dos, tres, cuatro. -Y después, con irritación fatigada-:
Como antes.
-Ejercicios malthusianos -explicó la Maestra Jefe-. La mayoría
de nuestras muchachas son hermafroditas, desde luego. Yo lo soy
también. -Sonrió a Bernard-. Pero tenemos a unas ochocientas
alumnas no estirilizadas que necesitan ejercicios constantes.
En el aula de Geografía de los Beta-Menos, John se enteró de que
una Reserva para Salvajes es un lugar que, debido a sus condiciones
climáticas o geológicas desfavorables, o por su pobreza en
recursos naturales, no ha merecido la pena civilizar. Un breve chasquido, y de
pronto el aula quedó a oscuras; en la pantalla situada encima de la
cabeza del profesor, aparecieron los Penitentes de Acoma
postrándose ante Nuestra Señora, gimiendo como John les
había oído gemir, confesando sus pecados ante Jesús
crucificado o ante la imagen del águila de Pukong. Los jóvenes
etonianos reían estruendosamente. Sin dejar de gemir, los Penitentes
se levantaron, se desnudaron hasta la cintura, y con látigos de
nudos, empezaron a azotarse. Las carcajadas, más sonoras
todavía, llegaron a ahogar los gemidos de los Penitentes.
-Pero ¿por qué se ríen? -preguntó el Salvaje, dolido
y asombrado a un tiempo.
-¿Por qué? -El Preboste volvió hacia él el rostro, en
el que todavía retozaba una ancha sonrisa-. ¿Por qué?
Pues... porque resulta extraordinariamente gracioso.
En la penumbra cinematográfica, Bernard aventuró un gesto que, en
el pasado, ni siquiera en las más absolutas tinieblas hubiese osado
intentar. Fortalecido por su nueva sensación de importancia,
pasó un brazo por la cintura de la Maestra Jefe. La cintura
cedió a su abrazo, doblándose como un junco. Bernard se
disponía a esbozar un beso o dos, o quizás un pellizco, cuando se
hizo de nuevo la luz.
-Tal vez será mejor que sigamos -dijo Miss Keatte.
Y se dirigió hacia la puerta.
Un momento más tarde, el Preboste dijo:
-Ésta es la sala de Control Hipnopédico.
Cientos de aparatos de música sintética, uno para cada
dormitorio, aparecían alineados en estantes colocados en tres de los
lados de la sala; en la cuarta pared se hallaban los agujeros donde
debían colocarse los rollos de pista sonora en los que se
imprimían las diversas lecciones hipnopédicas.
-Basta colocar el rollo aquí -explicó Bernard, interrumpiendo al
doctor Gaffney-, pulsar este botón...
-No, este otro -le corrigió el Preboste, irritado.
-O este otro, da igual. El rollo se va desenrollando. Las células de
selenio transforman los impulsos luminosos en ondas sonoras, y...
-Y ya está -concluyó el doctor Gaffney.
-¿Leen a Shakespeare? -preguntó el Salvaje mientras se
dirigían hacia los laboratorios Bioquímicos, al pasar por delante
de la Biblioteca de la Escuela
-Claro que no -dijo la Maestra Jefe, sonrojándose.
-Nuestra Biblioteca -explicó el doctor Gaffney- contiene sólo
libros de referencia. Si nuestros jóvenes necesitan distracción
pueden ir al sensorama. Por principio, no los animamos a dedicarse a
diversiones solitarias.
Cinco autocares llenos de muchachos y muchachas que cantaban o
permanecían silenciosamente abrazados pasaron por su lado, por la pista
vitrificada.
-Vuelven del Crematorio de Slough -explicó el doctor Gaffney, mientras
Bernard, en susurros, se citaba con la Maestra Jefe para aquella misma noche-.
El condicionamiento ante la muerte empieza a los dieciocho meses. Todo
crío pasa dos mañanas cada semana en un Hospital de Moribundos.
En estos hospitales encuentran los mejores juguetes, y se les obsequia con
helado de chocolate los días que hay defunción. Así
aprenden a aceptar la muerte como algo completamente corriente.
-Como cualquier otro proceso fisiológico -exclamó la Maestra
Jefe, profesionalmente.
Ya estaba decidido: a las ocho en el Savoy.
De vuelta a Londres, se detuvieron en la fábrica de la Sociedad de
Televisión de Brentford.
-¿Te importa esperarme aquí mientras voy a telefonear?
-preguntó Bernard.
El Salvaje esperó, sin dejar de mirar a su alrededor. En aquel momento
cesaba en su trabajo el Turno Diurno Principal. Una muchedumbre de obreros de
casta inferior formaban cola ante la estación del monorraíl:
setecientos u ochocientos Gammas, Deltas y Epsilones, hombres y mujeres, entre
los cuales sólo había una docena de rostros y de estaturas
diferentes. A cada uno de ellos, junto con el billete, el cobrador le
entregaba una cajita de píldoras. El largo ciempiés humano
avanzaba lentamente.
Recordando El mercader de Venecia, el Salvaje preguntó a Bernard,
cuando éste se le reunió:
-¿Qué hay en esas cajitas?
-La ración diaria de soma Contesto Bernard, un tanto
confusamente, porque en aquel momento masticaba una pastilla de goma de mascar
de las que le había regalado Benito Hoover-. Se las dan cuando han
terminado su trabajo cotidiano. Cuatro tabletas de medio gramo. Y seis los
sábados.
Cogió afectuosamente del brazo a John, y así, juntos, se
dirigieron hacia el helicóptero.
Lenina entró canturreando en el Vestuario.
-Pareces encantada de la vida -dijo Fanny. -Lo estoy -contestó Lenina.
¡Zas!-. Bernard me llamó hace media hora-. ¡Zas! ¡Zas!
Se quitó los pantalones cortos-. Tiene un compromiso inesperado.
-¡Zas!-. Me ha preguntado si esta noche quiero llevar al Salvaje al
sensorama. Debo darme prisa.
Y se dirigió corriendo hacia el baño.
Es una chica con suerte, se dijo Fanny, viéndola alejarse.
El Segundo Secretario del Interventor Mundial Residente la había
invitado a cenar y a desayunar. Lenina había pasado un fin de semana
con el Ford Juez Supremo, y otro con el Archiduque Comunal de Canterbury. El
Presidente de la Sociedad de Secreciones Internas y Externas la llamaba
constantemente por teléfono, y Lenina había ido a Deauville con
el Gobernador-Diputado del Banco de Europa.
-Es maravilloso, desde luego. Y, sin embargo, en cierto modo -había
confesado Lenina a Fanny- tengo la sensación de conseguir todo esto
haciendo trampa. Porque, naturalmente, lo primero que quieren saber todos es
qué tal resulta hacer el amor con un Salvaje. Y tengo que decirles que
no lo sé. -Lenina movió la cabeza-. La mayoría de ellos
no me creen, desde luego. Pero es la pura verdad. Ojalá no lo fuera
-agregó, tristemente; y suspiró-. Es guapísimo, ¿no
te parece?
-Pero ¿es que no le gustas? -preguntó Fanny. -A veces creo que
sí, y otras creo que no. Siempre procura evitarme; sale de su estancia
cuando yo entro en ella; no quiere tocarme; ni siquiera mirarme. Pero a veces
me vuelvo súbitamente, y lo pillo mirándome; y entonces...,
bueno, ya sabes cómo te miran los hombres cuando les gustas.
Sí, Fanny lo sabía.
-No llego a entenderlo -dijo Lenina.
No lo entendía, y ello no sólo la turbaba, sino que la
trastornaba profundamente.
-Porque, ¿sabes, Fanny?, me gusta mucho.
Le gustaba cada vez más. Bueno, hoy se me ofrece una excelente
ocasión, pensaba, mientras se perfumaba, después del baño.
Unas gotas más de perfume; un poco más. Una ocasión
excelente. Su buen humor se vertió en una canción:
Abrázame hasta embriagarme de amor,
bésame hasta dejarme en coma;
abrázame, amor, arrímate a mí;
el amor es tan bueno como el soma.
Arrellanados en sus butacas neumáticas, Lenina y el Salvaje,
olían y escuchaban. Hasta que llegó el momento de ver y palpar
también.
Las luces se apagaron; y en las tinieblas surgieron unas letras llameantes,
sólidas, que parecían flotar en el aire. Tres semanas en
helicóptero. Un film sensible, supercantado, hablado
sintéticamente, en color y estereoscópico, con
acompañamiento sincronizado de órgano de perfumes.
-Agarra esos pomos metálicos de los brazos de tu butaca -susurró
Lenina-. De lo contrario no notarás los efectos táctiles.
El salvaje obedeció sus instrucciones.
Entretanto, las letras llameantes habían desaparecido; siguieron diez
segundos de oscuridad total; después, súbitamente, cegadoras e
incomparablemente más reales de lo que hubiesen podido parecer de haber
sido de carne y hueso, más reales que la misma realidad, aparecieron las
imágenes estereoscópicas, abrazadas, de un negro gigantesco y una
hembra Beta-Más rubia y braquicéfala.
El Salvaje se sobresaltó. ¡Aquella sensación en sus propios
labios! Se llevó una mano a la boca; las cosquillas cesaron;
volvió a poner la mano izquierda en el pomo metálico y
volvió a sentirlas. Entretanto, el órgano de perfumes, exhalaba
almizcle puro. Agónica, una superpaloma zureaba en la pista sonora:
¡Oh..., oooh ... ! Y, vibrando a sólo treinta y dos veces por
segundo, una voz más grave que el bajo africano contestaba: ¡Ah...,
aaah! ¡Oh, oooh! ¡Ah..., aaah!, los labios estereoscópicos se
unieron nuevamente, y una vez más las zonas erógenas faciales de
los seis mil espectadores del Alhambra se estremecieron con un placer
galvánico casi intolerable. ¡Ohhh ... !
El argumento de la cinta era sumamente sencillo. Pocos minutos después
de los primeros -Ooooh y Aaaah (tras el canto de un dúo y una escena de
amor en la famosa piel de oso, cada uno de cuyos pelos -el Predestinador
Ayudante tenía toda la razón- podía palparse
separadamente), el negro sufría un accidente de helicóptero y
caía de cabeza. ¡Plas! ¡Oué golpe en la frente! Un coro
de ayes se levantó del público.
El golpe hizo añicos todo el condicionamiento del negro, quien
sentía a partir de aquel momento una pasión exclusiva y demente
por la rubia Beta. La muchacha protestaba. Él insistía.
Había luchas, persecuciones, un ataque a un rival, y, finalmente, un
rapto sensacional. La Beta rubia era arrebatada por los aires y debía
pasar tres semanas suspendida en el cielo, en un
tête-à-tête completamente antisocial con el negro
loco. Finalmente, tras un sinfín de aventuras y de acrobacias
aéreas, tres guapos jóvenes Alfas lograban rescatarla. El negro
era enviado a un Centro de Recondicionamiento de Adultos, y la cinta terminaba
feliz y decentemente cuando la Beta rubia se convertía en la amante de
sus tres salvadores. Después la alfombra de piel de oso hacía su
aparición final y, entre el estridor de los saxofones, el último
beso estereoscópico se desvanecía en la oscuridad y la
última titilación eléctrica moría en los labios
como una mosca moribunda que se estremece una y otra vez, cada vez más
débilmente, hasta que al fin se inmoviliza definitivamente.
Pero, en Lenina, la mosca no murió del todo. Aun después de
encendidas las luces, mientras se dirigían con la muchedumbre,
arrastrando los pies, hacia los ascensores, su fantasma seguía
cosquilleándole en los labios, seguía trazando surcos
estremecidos de ansiedad y placer en su piel. Sus mejillas estaban arreboladas,
sus ojos brillaban, y respiraban afanosamente. Lenina cogió el brazo
del Salvaje y lo apretó contra su costado. El Salvaje la miró un
momento, pálido, dolorido, lleno de deseo y al mismo tiempo avergonzado
de su propio deseo. Él no era digno, no...
Los ojos de Lenina y los del Salvaje coincidieron un instante. ¡Qué
tesoros prometían los de ella! El Salvaje se apresuró a desviar
los suyos, y soltó el brazo que ella le sujetaba.
-Creo que no deberías ver cosas como ésas -dijo al fin el
muchacho, apresurándose a atribuir a las circunstancias ambientales todo
reproche por cualquier pasado o futuro fallo en la perfección de
Lenina.
-¿Cosas como qué, John?
-Como esa horrible película.
-¿Horrible? -Lenina estaba sinceramente asombrada-. Yo la he encontrado
estupenda.
-Era abyecto -dijo el Salvaje, indignado-, innoble...
-No te entiendo -contestó Lenina.
¿Por qué era tan raro? ¿Por qué se empeñaba en
estropearlo todo?
En el taxicóptero, el Salvaje apenas la miró. Atado por unos
poderosos votos que jamás habían sido pronunciados, obedeciendo a
leyes que habían prescrito desde hacía muchísimo tiempo,
permanecía sentado, en silencio, con el rostro vuelto hacia otra parte.
De vez en cuando, como si un dedo pulsara una cuerda tensa, a punto de
romperse, todo su cuerpo se estremecía en un súbito sobresalto
nervioso.
El taxicóptero aterrizó en la azotea de la casa de Lenina. Al fin
-pensó ésta, llena de exultación, al apearse-. Al fin. A
pesar de que hasta aquel momento el Salvaje se había comportado de
manera muy extraña. De pie bajo un farol, Lenina se miró en el
espejo de mano. Al fin. Sí, la nariz le brillaba un poco.
Sacudió los polvos de su borla. Mientras el Salvaje pagaba el taxi
tendría tiempo de arreglarse. Lenina se empolvó la nariz,
pensando: Es guapísimo. No tiene por qué ser tímido como
Bemard... Y sin embargo... Cualquier otro ya lo hubiese hecho hace tiempo.
Pero ahora, al fin ... El fragmento de su rostro que se reflejaba en el
espejito redondo le sonrió.
-Buenas noches -dijo una voz ahogada detrás de ella.
Lenina se volvió en redondo. El Salvaje se hallaba de pie en la puerta
del taxi, mirándola fijamente; era evidente que no había cesado
de mirarla todo el rato, mientras ella se empolvaba, esperando -pero, ¿a
qué?-, o vacilando, esforzándose por decidirse, y pensando todo
el rato, pensando... Lenina no podía imaginar qué clase de
extraños pensamientos.
-Buenas noches, Lenina -repitió el Salvaje. -Pero, John... Creí
que ibas a... Quiero decir que, ¿no vas a ...?
El Salvaje cerró la puerta y se inclinó para decir algo al
piloto. El taxicóptero despegó.
Mirando hacia abajo por la ventanilla practicada en el suelo, del aparato, el
Salvaje vio la cara de Lenina, levantada hacia arriba, pálida a la luz
azulada de los faroles. Con la boca abierta, lo llamaba. Su figura,
achaparrado por la perspectiva, se perdió en la distancia; el cuadro de
la azotea, cada vez más pequeño, parecía hundirse en un
océano de tinieblas.
Cinco minutos después, el Salvaje estaba en su habitación.
Sacó de su escondrijo el libro roído por los ratones,
volvió con cuidado religioso sus páginas manchadas y arrugadas, y
empezó a leer Otelo. Recordaba que Otelo, como el protagonista de
Tres semanas en helicóptero, era un negro.