Tras aquel día de absurdo y horror, Lenina consideró que se
había ganado el derecho a unas vacaciones completas y absolutas. En
cuanto volvieron a la hospedería, se administró seis tabletas de
medio gramo de soma, se echó en la cama, y al cabo de diez
minutos se había embarcado hacia la eternidad lunar. Por lo menos
tardaría dieciocho horas en volver a la realidad.
Entretanto, Bernard yacía meditabundo y con los ojos abiertos en la
oscuridad. No se durmió hasta mucho después de la medianoche.
Pero su insomnio no había sido estéril. Tenía un plan.
Puntualmente, a la mañana siguiente, a las diez, el ochavón del
uniforme verde se apeó del helicóptero. Bernard le esperaba
entre las pitas.
-Miss Crowne está de vacaciones de soma -explicó-. No
estará de vuelta antes de las cinco. Por tanto, tenemos siete horas para
nosotros.
Podían volar a Santa Fe, realizar su proyecto y estar de vuelta en
Malpaís mucho antes de que Lenina despertara.
-¿Estará segura aquí? -preguntó.
-Segura como un helicóptero -le tranquilizó el ochavón.
Subieron al aparato y despegaron inmediatamente. A las diez y treinta y cuatro
aterrizaron en la azotea de la Oficina de Correos de Santa Fe; a las diez y
treinta y siete Bernard había logrado comunicación con el
Despacho del Interventor Mundial, en Whitehall; a las diez y treinta y nueve
hablaba con el cuarto secretario particular; a las diez y cuarenta y cuatro
repetía su historia al primer secretario, y a las diez y cuarenta y
siete y medio, la voz grave, resonante, del propio Mustafá Mond
sonó en sus oídos.
-He osado pensar -tartamudeó Bemard- que su Fordería podía
juzgar el asunto de suficiente interés científico...
-En efecto, juzgo el asunto de suficiente interés científico
-dijo la voz profunda-. Tráigase a esos dos individuos a Londres con
usted.
-Su Fordería no ignora que necesitaré un permiso especial...
-En este momento -dijo Mustafá Mond- se están dando las
órdenes necesarias al Guardián de la Reserva.
Vaya usted inmediatamente al Despacho del Guardián. Buenos días,
Mr. Marx.
Siguió un silencio. Bernard colgó el receptor y subió
corriendo a la azotea.
El joven se hallaba ante la hospedería. -¡Bernard! -llamó-.
¡Bernard! No hubo respuesta.
Caminando silenciosamente sobre sus mocasines de piel de ciervo, subió
corriendo la escalera e intentó abrir la puerta. Pero estaba
cerrada.
¡Se había marchado! Aquello era lo más terrible que le
había ocurrido en su vida. La muchacha le había invitado a ir a
verles, y ahora se habían marchado. John se sentó en un
peldaño y lloró.
Media hora después se le ocurrió echar una ojeada por la ventana.
Lo primero que vio fue una maleta verde con las iniciales L. C. pintadas en la
tapa. El júbilo se levantó en su interior como una hoguera.
Cogió una piedra. El cristal roto cayó estrepitosamente al
suelo. Un momento después, John se hallaba dentro del cuarto.
Abrió la maleta verde; e inmediatamente se encontró respirando el
perfume de Lenina, llenándose los pulmones con su ser esencial. El
corazón le latía desbocadamente; por un momento, estuvo a punto
de desmayarse. Después, agachándose sobre la preciosa caja, la
tocó, la levantó a la luz, la examinó. Las cremalleras
del otro par de pantalones cortos de Lenina, de pana de viscosa, de momento le
plantearon un problema que, una vez resuelto, le resultó una delicia.
¡Zis!, y después izas!, izis!, v después izas! Estaba
entusiasmado. Sus zapatillas verdes eran lo más hermoso que
había visto en toda su vida. Desplegó un par de pantaloncillos
interiores, se ruborizó y volvió a guardarlos inmediatamente;
pero besó un pañuelo de acetato perfumado y se puso una bufanda
al cuello. Abriendo una caja, levantó una nube de polvos perfumados.
Las manos le quedaron enharinadas. Se las limpió en el pecho, en los
hombros, en los brazos desnudos. ¡Delicioso perfume! Cerró los
ojos y restregó la mejilla contra su brazo empolvado. Tacto de fina
piel contra su rostro, perfume en su nariz de polvos delicados... su presencia
real.
-¡Lenina! -susurró-. ¡Lenina!
Un ruido lo sobresaltó; se volvió con expresión culpable.
Guardó apresuradamente en la maleta todo lo que había sacado de
ella, y cerró la tapa; volvió a escuchar, mirando con los ojos
muy abiertos. Ni una sola señal de vida; ni un sonido. Y, sin embargo,
estaba seguro de haber oído algo, algo así como un suspiro, o
como el crujir de una madera. Se acercó de puntillas a la puerta, y,
abriéndola con cautela, se encontró ante un vasto descansillo.
Al otro lado de la meseta había otra puerta, entornada. Se
acercó a ella, la empujó, y asomó la cabeza.
Allá, en una cama baja, con el cobertor bajado, vestida con un breve
pijama de una sola pieza, yacía Lenina, profundamente dormida y tan
hermosa entre sus rizos, tan conmovedoramente infantil con sus rosados dedos de
los pies y su grave cara sumida en el sueño, tan confiada en la
indefensión de sus manos suaves y sus miembros relajados, que las
lágrimas acudieron a los ojos de John.
Con una infinidad de precauciones completamente innecesarias -por cuanto
sólo un disparo de pistola hubiera podido obligar a Lenina a volver de
sus vacaciones de soma antes de la hora fijada-, John entró en el
cuarto, se arrodilló en el suelo, al lado de la cama, miró,
juntó las manos, y sus labios se movieron.
-Sus ojos -murmuró.
Sus ojos, sus cabellos, su mejilla, su andar, su voz;
los manejas en tu discurso;
ioh, esa mano a cuyo lado son los blancos tinta
cuyos propios reproches escribe; ante cuyo suave tacto
parece áspero el plumón de los cisnes... !
Una mosca revoloteaba cerca de ella; John la ahuyentó.
-Moscas -recordó.
En el milagro blanco de la mano de mi querida Julieta
pueden detenerse y robar gracia inmortal de sus labios,
que, en su pura modestia de vestal,
se sonrojan creyendo pecaminosos sus propios besos.
Muy lentamente, con el gesto vacilante de quien se dispone a acariciar un ave
asustadiza y posiblemente peligrosa, John avanzó una mano.
Ésta permaneció suspendida, temblorosa, a dos centímetros
de aquellos dedos inmóviles, al mismo borde del contacto. ¿Se
atrevería? ¿Se atrevería a profanar con su
indignísima mano aquella ... ? No, no se atrevió. El ave era
demasiado peligrosa. La mano retrocedió, y cayó, lacia.
¡Cuán hermosa era Lenina! ¡Cuán bella!
Luego, de pronto, John se encontró pensando que le bastaría coger
el tirador de la cremallera, a la altura del cuello, y tirar de él hacia
abajo, de un solo golpe... Cerró los ojos y movió con fuerza la
cabeza, como un perro que se sacude las orejas al salir del agua.
¡Detestable pensamiento! John se sintió avergonzado de sí
mismo. Pura modestia de vestal ...
Oyóse un zumbido en el aire. ¿Otra mosca que pretendía robar
gracias inmortales? ¿Una avispa, acaso? John miró a su alrededor,
y no vio nada. El zumbido fue en aumento, y pronto resultó evidente que
se oía en el exterior. ¡El helicóptero! Presa de
pánico, John saltó sobre sus pies y corrió al otro cuarto,
saltó por la ventana abierta y corriendo por el sendero que
discurría entre las altas pitas llegó a tiempo de recibir a
Bernard Marx en el momento en que éste bajaba del helicóptero.