El ascensor estaba lleno de hombres procedentes de los Vestuarios Alfa, y la
entrada de Lenina provocó muchas sonrisas y cabezadas amistosas. Lenina
era una chica muy popular, y, en una u otra ocasión, había pasado
alguna noche con casi todos ellos.
Buenos muchachos -pensaba Lenina Crowne, al tiempo que correspondía a
sus saludos-. ¡Encantadores! Sin embargo, hubiese preferido que George
Edzel no tuviera las orejas tan grandes. Quizá le habían
administrado una gota de más de paratiroides en el metro 328. Y mirando
a Benito Hoover no podía menos de recordar que era demasiado peludo
cuando se quitó la ropa.
Al volverse, con los ojos un tanto entristecidos por el recuerdo de la rizada
negrura de Benito, vio en un rincón el cuerpecillo canijo y el rostro
melancólico de Bernard Marx.
-¡Bernard! -exclamó, acercándose a él-. Te
buscaba.
Su voz sonó muy clara por encima del zumbido del ascensor. Los
demás se volvieron con curiosidad.
-Quería hablarte de nuestro plan de Nuevo Méjico.
Por el rabillo del ojo vio que Benito Hoover se quedaba boquiabierto de
asombro. ¡No me sorprendería que esperara que le pidiera por ir con
él otra vez! , se dijo Lenina. Luego, en vez alta, y con más
valor todavía, prosiguió:
-Me encantaría ir contigo toda una semana, en julio. -En todo
caso, estaba demostrando públicamente su infidelidad para con Henry.
Fanny debería aprobárselo, aunque se tratara de Bernard-. Es
decir, si todavía sigues deseándome -acabó Lenina,
dirigiéndole la más deliciosamente significativa de sus
sonrisas.
Bernard se sonrojó intensamente. ¿Por qué?, se
preguntó Lenina, asombrada pero al mismo tiempo conmovida por aquel
tributo a su poder.
-¿No sería mejor hablar de ello en cualquier otro sitio? -tartajeo
Bernard, mostrándose terriblemente turbado.
Como si le hubiese dicho alguna inconveniencia -pensó Lenina-. No se
mostraría más confundido si le hubiese dirigido una broma sucia,
si le hubiese preguntado quién es su madre, o algo por el estilo.
-Me refiero a que..., con toda esta gente por aquí...
La carcajada de Lenina fue franca y totalmente ingenua.
-¡Qué divertido eres! -dijo; y de veras lo encontraba divertido-.
Espero que cuando menos me avises con una semana de antelación
-prosiguió en otro tono-. Supongo que tomaremos el Cohete Azul del
Pacífico. ¿Despega de la Torre de Charing-T? ¿O de
Hampstead?
Antes de que Bernard pudiera contestar, el ascensor se detuvo.
-¡Azotea! -gritó una voz estridente.
El ascensorista era una criatura simiesca, que lucía la túnica
negra de un semienano Epsilon-Menos.
-¡Azotea!
El ascensorista abrió las puertas de par en par. La cálida
gloria de la luz de ltL tarde le sobresaltó y le obligó a
parpadear.
-¡Oh, azotea! -repitió, como en éxtasis. Era como si,
súbita y alegremente, hubiese despertado de un sombrío y
anonadante sopor-. ¡Azotea!
Con una especie de perruna y expectante adoración, levantó la
cara para sonreír a sus pasajeros.
Entonces sonó un timbre, y desde el techo del ascensor un altavoz
empezó, muy suave, pero imperiosamente a la vez, a dictar
órdenes.
-Baja -dijo-. Baja. Planta decimoctava. Baja, baja. Planta decimoctava.
Baja, ba...
El ascensorista cerró de golpe las puertas, pulsó un botón
e inmediatamente se sumergió de nuevo en la luz crepuscular del
ascensor; la luz crepuscular de su habitual estupor.
En la azotea reinaban la luz y el calor. La tarde veraniega vibraba al paso de
los helicópteros que cruzaban los aires; y el ronroneo más grave
de los cohetes aéreos que pasaban veloces, invisibles, a través
del cielo brillante, era como una caricia en el aire suave.
Bernard Marx hizo una aspiración profunda. Levantó los ojos al
cielo, miró luego hacia el horizonte azul y finalmente al rostro de
Lenina.
-¡Qué hermoso!
Su voz temblaba ligeramente.
-Un tiempo perfecto para el Golf de Obstáculos -contestó
Lenina--. Y ahora, tengo que irme corriendo, Bernard. Henry se enfada si le
hago esperar. Avísame la fecha con tiempo.
Y, agitando la mano, Lenina cruzó corriendo la espaciosa azotea en
dirección a los cobertizos. Bernard se quedó mirando el
guiño fugitivo de las medias blancas, las atezadas rodillas que se
doblaban en la carrera con vivacidad, una y otra vez, y la suave
ondulación de los ajustados cortos pantalones de pana bajo la chaqueta
verde botella. En su rostro aparecía una expresión dolorida.
-¡Estupenda chica! -dijo una voz fuerte y alegre detrás de
él.
Bernard se sobresaltó y se volvió en redondo. El rostro
regordete y rojo de Benito Hoover le miraba sonriendo, desde arriba, sonriendo
con manifiesta cordialidad. Todo el mundo sabía que Benito tenía
muy buen carácter. La gente decía de él que hubiese
podido pasar toda la vida sin tocar para nada el soma. La malicia y los
malos humores de los cuales los demás debían tomarse vacaciones
nunca lo afligieron. Para
Benito, la realidad era siempre alegre y sonriente.
-¡Y neumática, además! ¡Y cómo! -Luego, en otro
tono, prosiguió-: Pero diría que estás un poco
melancólico. Lo que tú necesitas es un gramo de soma.
-Hurgando en el bolsillo derecho de sus pantalones, Benito sacó un
frasquito-. Un solo centímetro cúbico cura diez pensam... Pero,
¡eh!
Bernard, súbitamente, había dado media vuelta y se había
marchado corriendo.
Benito se quedó mirándolo. ¿Qué demonios le pasa a
ese tipo?, se preguntó, y, moviendo la cabeza, decidió que lo que
contaban de que alguien había introducido alcohol en el sucedáneo
de la sangre del muchacho debía ser cierto. Le afectó el cerebro,
supongo.
Volvió a guardarse el frasco de soma, y sacando un paquete de
goma de mascar a base de hormona sexual, se llevó una pastilla a la boca
y, masticando, se dirigió hacia los cobertizos.
Henry Foster ya había sacado su aparato del cobertizo, y, cuando Lenina
llegó, estaba sentado en la cabina de piloto, esperando.
-Cuatro minutos de retraso -fue todo lo que dijo.
Puso en marcha los motores y accionó los mandos del helicóptero.
El aparato ascendió verticalmente en el aire. Henry aceleró; el
zumbido de la hélice se agudizó, pasando del moscardón a
la avispa, y de la avispa al mosquito; el velocímetro indicaba que
ascendían a una velocidad de casi dos kilómetros por minuto.
Londres se empequeñecía a sus pies. En pocos segundos, los
enormes edificios de tejados planos se convirtieron en un plantío de
hongos geométricos entre el verdor de parques y jardines. En medio de
ellos, un hongo de tallo alto, más esbelto, la Torre de Charing-T, que
levantaba hacia el cielo un disco de reluciente cemento armado.
Como vagos torsos de fabulosos atletas, enormes nubes carnosas flotaban en el
cielo azul, por encima de sus cabezas. De una de ellas salió de pronto
un pequeño insecto escarlata, que caía zumbando.
-Ahí está el Cohete Rojo -dijo Henry- que llega de Nueva York.
Lleva siete minutos de retraso -agregó-.
Es escandalosa la falta de puntualidad de esos servicios atlánticos.
Retiró el pie del acelerador. El zumbido de las palas situadas encima
de sus cabezas descendió una octava y media, volviendo a pasar de la
abeja al moscardón, y sucesivamente al abejorro, al escarabajo volador y
al ciervo volante. El movimiento ascensional del aparato se redujo; un momento
después se hallaban inmóviles, suspendidos en el aire. Henry
movió una palanca y sonó un chasquido. Lentamente al principio,
después cada vez más de prisa hasta que se formó una
niebla circular ante sus ojos, la hélice situada delante de ellos
empezó a girar. El viento producido por la velocidad horizontal silbaba
cada vez más agudamente en los estays. Henry no apartaba los ojos del
contador de revoluciones; cuando la aguja alcanzó la señal de los
mil doscientos, detuvo la hélice del helicóptero. El aparato
tenía el suficiente impulso hacia delante para poder volar sostenido
solamente por sus alas.
Lenina miró hacia abajo a través de la ventanilla situada en el
suelo, entre sus pies. Volaban por encima de la zona de seis kilómetros
de parque que separaba Londres central de su primer anillo de suburbios
satélites. El verdor aparecía hormigueante de vida, de una vida
que la visión desde lo alto hacía aparecer achatada.
Bosques de torres de Pelota Centrífuga brillaban entre los
árboles.
-¡Qué horrible es el color caqui! -observó Lenina,
expresando en voz alta los prejuicios hipnopédicos de su propia
casta.
Los edificios de los Estudios de Sensorama de Houslow cubrían siete
hectáreas y media. Cerca de ellos, un ejército negro y caqui de
obreros se afanaba revitrificando la superficie de la Gran Carretera del Oeste.
Cuando pasaron volando por encima de ellos, estaban vaciando un gigantesco
crisol portátil. La piedra fundida se esparcía en una corriente
de incandescencias cegadoras por la superficie de la carretera; las
apisonadoras de amianto iban y venían; tras un camión de riego
debidamente aislado, el vapor se levantaba en nubes blancas.
En Brentford, la factoría de la Corporación de Televisión
parecía una pequeiía ciudad.
-Deben de relevarse los turnos -dijo Lenina.
Como áfidos y hormigas, las muchachas Garrimas, color verde hoja, y los
negros Semienanos pululaban alrededor de las entradas, o formaban cola para
ocupar sus asientos en los tranvías monorraíles. Betas-Menos de
color de mora iban y venían entre la multitud.
Diez minutos después se hallaban en Stoke Poges y habían empezado
su primera partida de Golf de Obstáculos.
2
Bernard cruzó la azotea con los ojos bajos casi todo el tiempo, o
desviándolos inmediatamente si por azar tropezaban con alguna criatura
humana. Era como un hombre perseguido, pero perseguido por enemigos que no
deseaba ver, porque sabía que los vería todavía más
hostiles de lo que había supuesto, lo que le haría sentirse
más culpable y más irremediablemente solo.
¡Ese antipático de Benito Hoover! Y, sin embargo, el muchacho no
había tenido mala intención. Lo cual, en cierta manera,
empeoraba aún más las cosas. Los que le querían bien se
comportaban lo mismo que los que se querían mal. Hasta Lenina le
hacía sufrir. Bernard recordaba aquellas semanas de tímida
indecisión, durante las cuales había esperado, deseado o
desesperado de tener jamás el valor suficiente para declarársele.
¿Se atrevería a correr el riesgo de ser humillado por una negativa
despectiva? Pero si Lenina le decía que sí, ¡qué
éxtasis el suyo! Bien, ahora Lenina ya le había dado el
sí, y, sin embargo, Bernard seguía sintiéndose desdichado,
desdichado porque Lenina había juzgado que aquella tarde era estupenda
para jugar al Golf de Obstáculos, porque se había alejado
corriendo para reunirse con Henry Foster, porque lo había considerado a
él divertido por el hecho de no querer discutir sus asuntos más
íntimos en público. En suma, desdichado porque Lenina se
había comportado como cualquier muchacha inglesa sana y virtuosa
debía comportarse, y no de otra manera anormal.
Bernard abrió la puerta de su cobertizo y llamó a una pareja de
ociosos ayudantes Delta-Menos para que sacaran su aparato de la azotea. El
personal de los cobertizos pertenecía a un mismo Grupo Bokanovski, y los
hombres eran mellizos, igualmente bajos, morenos y feos. Bernard les dio las
órdenes pertinentes en el tono áspero, arrogante y hasta ofensivo
de quien no se siente demasiado seguro de su superioridad. Para Bernard, tener
tratos con miembros de castas inferiores, resultaba siempre una experiencia
sumamente dolorosa. Por la causa que fuera (y las murmuraciones acerca de la
mezcla de alcohol en su dosis de sucedáneo de sangre probablemente eran
ciertas, porque un accidente siempre es posible), el físico de Bernard
apenas era un poco mejor que el del promedio de Gammas. Era ocho
centímetros más bajo que el patrón Alfa, y
proporcionalmente menos corpulento. El contacto con los miembros de las castas
inferiores le recordaba siempre dolorosajnente su insuficiencia física.
Yo soy yo, y desearía no serlo. La conciencia que tenía de
sí mismo era muy aguda y dolorosa. Cada vez que se descubría a
sí mismo mirando horizontalmente y no de arriba abajo a la cara de un
Delta, se sentía humillado. ¿Le trataría aquel ser con el
respeto debido a su casta? La incógnita lo atormentaba. No sin
razón. Porque los Gammas, los Deltas y los Epsilones habían sido
condicionados de modo que asociaran la masa corporal con la superioridad
social. De hecho, un débil prejuicio hipnopédico en favor de las
personas voluminosas era universal. De ahí las risas de las mujeres a
las cuales hacía proposiciones, y las bromas de sus iguales entre los
hombres. Las burlas le hacían sentirse como un forastero; y,
sintiéndose como un forastero, se comportaba como tal, cosa que
aumentaba el desprecio y la hostilidad que suscitaban sus defectos
físicos. Lo cual, a su vez, acrecentaba su sensación de soledad
y extranjería. Un temor crónico a ser desairado le
inducía a eludir la compañía de sus iguales, y a mostrarse
excesivamente consciente de su dignidad en cuanto se refería a sus
inferiores.
¡Cuán amargamente envidiaba a hombres como Henry Foster y Benito
Hoover!
Perezosamente, o así se lo pareció a él, y a
regañadientes, los mellizos sacaron su avión a la azotea.
-¡De prisa! -dijo Bernard, irritado.
Uno de los dos hombres lo miró. ¿Era una especie de bestial
irrisión lo que Bernard captó en aquellos ojos grises sin
expresión?
-¡De prisa! -gritó más fuerte.
Y en suvoz sonó una desagradable ronquera.
Subió al avión y, un minuto después, volaba en
dirección Sur, hacia el río.
Las diversas Oficinas de Propaganda y la Escuela de Ingeniería Emocional
se albergaban en un mismo edificio de sesenta plantas, en Fleet Strcet. En los
sótanos y en los pisos bajos se hallaban las prensas y las redacciones
de los tres grandes diarios londinenses: El Radio Horario, el
periódico de las clases altas, la Gazeta Gamma, verde
pálido, y El Espejo Delta, impreso en papel caqui y
exclusivamente con palabras de una sola sílaba. Después
venían las Oficinas de Propaganda por Televisión, por Sensorama,
y por Voz y Música Sintéticas, respectivamente: veintidós
pisos de oficinas. Encima de éstos se hallaban los laboratorios de
investigación y las salas almohadilladas en las cuales los Escritores de
Pistas Sonoras y los Compositores Sintéticos realizaban su delicada
labor. Los dieciocho pisos superiores estaban ocupados por la Escuela de
Ingeniería Emocional.
Bernard aterrizó en la azotea de la Casa de la Propaganda y se
apeó de su aparato.
-Llama a Mr. Helmholtz Watson -ordenó al portero Gamma-Más- y
dile que Mr. Bernard Marx le espera en la azotea.
Se sentó y encendió un cigarrillo.
Helmholtz Watson estaba escribiendo cuando le llegó el mensaje.
-Dile que voy inmediatamente -contestó. Y colgó el receptor.
Después, volviéndose hacia su secretaria, prosiguió en el
mismo tono oficial e impersonal-: Usted se ocupará de retirar mis
cosas.
E ignorando la luminosa sonrisa de la muchacha, se levantó y se
dirigió vivamente hacia la puerta.
Era un hombre corpulento, de pecho abombado, espaldas anchas, macizo, y, sin
embargo, rápido en sus movimientos, ágil, flexible. La fuerte y
bien redondeada columna de su cuello sostenía una cabeza muy bien
formada. Tenía los cabellos negros y rizados, y los rasgos faciales muy
marcados. Su apostura era agresiva, enfática; era guapo, y, como su
secretaria nunca se cansaba de repetir, era, centímetro a
centímetro, el prototipo de Alfa-Más. Profesor en la Escuela de
Ingeniería Emocional (Departamento de Escritura), en los intervalos de
sus actividades profesorales ejercía como Ingeniero de Emociones.
Escribía regularmente para El Radio Horario, componía
guiones para el Sensorama, y tenía un certero instinto para los
slogans y las aleluyas hipnopédicas. Competente, era el veredicto
de sus superiores. Y, moviendo la cabeza y bajando significativamente la voz,
añadían: Quizá demasiado competente.
Sí, un tanto demasiado; tenían razón. Un exceso mental
había producido en Helmholtz Watson efectos muy similares a los que en
Bernard Marx eran el resultado de un defecto físico. Su inferioridad
ósea y muscular había aislado a Bernard de sus semejantes, y
aquella sensación de separación, que era, en relación con
los standards normales, un exceso mental, se convirtió a su vez
en causa de una separación más acusada.
Lo que hacía a Helmholtz tan incómodamente consciente de su
propio yo y de su soledad era su desmedida capacidad. Lo que los dos hombres
tenían en común era el conocimiento de cue eran individuos. Pero
en tanto que la deficiencia física de Bernard había producido en
él, durante toda su vida, aquella conciencia de ser diferente, Helmholtz
Watson no se había dado cuenta hasta fecha muy reciente de su
superioridad mental y de su consiguiente diferenciación con respecto a
la gente que le rodeaba. Aquel campeón de pelota sobre pista
móvil, aquel amante infatigable (se decía que había tenido
seiscientas cuarenta amantes diferentes en menos de cuatro años), aquel
admirable miembro de comité, que se llevaba bien con todo el mundo,
había comprendido súbitamente que el deporte, las mujeres y las
actividades comunales se hallaban, en lo que a él se refería,
únicamente en segundo término. En el fondo le interesaba otra
cosa. Pero ¿qué? Éste era el problema que Bernard
había ido a discutir con él, o, mejor, puesto que Helmholtz
llevaba siempre todo el peso de la conversación, a escuchar cómo,
una vez más, lo discutía su amigo.
Tres muchachas encantadoras de la Oficina de Propaganda mediante la Voz.
Sintética le cortaron el paso cuando salió del ascensor.
-Querido Helmholtz, ven con nosotras a una cena campestre en Exmoor.
Lo rodeaban, implorándole. Pero Helmholtz movió la cabeza y se
abrió paso.
-No, no.
-No invitamos a ningún otro hombre.
Pero Helmholtz no se dejó convencer ni siquiera por esta deliciosa
perspectiva.
-No -repitió-. Tengo que hacer.
Y siguió avanzando resueltamente. Las muchachas lo siguieron. Y hasta
que hubo subido al avión de Bernard no abandonaron la
persecución. Y no sin reproches.
-¡Esas mujeres! -exclamó, al tiempo que el aparato ascendía
en los aires-. ¡Esas mujeres! -Movió la cabeza y frunció el
ceño-. ¡Son terribles!
Bernard, hipócritamente, se mostró de acuerdo, aunque en el fondo
no hubiese deseado otra cosa que poder tener tantas amigas como Helmholtz y con
idéntica facilidad. De pronto, se sintió impulsado a
vanagloriarse.
-Me llevaré a Lenina Crowne a Nuevo Méjico conmigo -dijo en un
tono que quería aparecer indiferente.
-¿Sí? -dijo Helmholtz, sin el menor interés. Y, tras una
breve pausa, prosiguió-: Desde hace una o dos semanas he dejado los
comités y las muchachas. No puedes imaginarte el alboroto que ello ha
producido en la Escuela. Y, sin embargo, creo que ha merecido la pena. Los
efectos... -Vaciló-. Bueno, son curiosos, muy curiosos.
Una deficiencia física puede producir una especie de exceso mental. Al
parecer, el proceso era reversible.
Un exceso mental podía producir, en bien de sus propios fines, la
voluntaria ceguera y sordera de la soledad deliberada, la impotencia artificial
del ascetismo.
El resto del breve vuelo transcurrió en silencio. Cuando llegaron y se
hubieron acomodado en los divanes neumáticos de la habitación de
Bernard, Helmholtz reanudó su disquisición.
Hablando muy lentamente, preguntó:
-¿No has tenido nunca la sensación de que dentro de ti había
algo que sólo esperaba que le dieras una oportunidad para salir al
exterior? ¿Una especie de energía adicional que no empleas, como el
agua que se desploma por una cascada en lugar de caer a través de las
turbinas?
Y miró a Bernard interrogadoramente.
-¿Te refieres a todas las emociones que uno podría sentir si las
cosas fuesen de otro modo?
Helmholtz movió la cabeza.
-No es esto exactamente. Me refiero a un sentimiento extraño que
experimento de vez en cuando, el sentimiento de que tengo algo importante que
decir y de que estoy capacitado para decirlo; sólo que no sé de
qué se trata y no puedo emplear mi capacidad. Si hubiese alguna otra
manera de escribir... O alguna otra cosa sobre la cual escribir...
-Guardó silencio unos instantes, y, al fin, prosiguió-: Soy muy
experto en la creación de frases; encuentro esa clase de palabras que le
hacen saltar a uno como si se hubiese sentado en un alfiler, que parecen nuevas
y excitantes aun cuando se refieran a algo que es hipnopédicamente
obvio. Pero esto no me basta. No basta que las frases sean buenas;
también debe ser bueno lo que se hace con ellas.
-Pero lo que tú escribes es útil, Helmholtz.
-Para lo que está destinado, sí. -Se encogió de hombros
Helmholtz-. Pero su destino, ¡es tan poco trascendente! No son cosas
importantes. Y yo tengo la sensación de que podría hacer algo
mucho más importante. Sí, y más intenso, más
violento. Pero, ¿qué? ¿Qué se puede decir, que sea
más importante? ¿Y cómo se puede ser violento tratando de
las cosas que esperan que uno escriba? Las palabras pueden ser como los rayos
X, si se emplean adecuadamente: pasan a través de todo. Las lees y te
traspasan. Esta es una de las cosas que intento enseñar a mis alumnos:
a escribir de manera penetrante. Pero, ¿de qué sirve que te
penetre un artículo sobre un Canto de Comunidad, o la última
mejora en los órganos de perfumes? Además, ¿es posible
hacer que las palabras sean penetrantes como los rayos X, más potentes
cuando se escribe acerca de cosas como éstas? ¿Cabe decir algo
acerca de nada? A fin de cuentas, éste es el problema.
-¡Silencio! -dijo Bernard-. Creo que hay alguien en la puerta
-susurró.
Helmholtz se puso en pie, cruzó la estancia de puntillas, y con un
movimiento rápido y brusco abrió la puerta de par en par.
Naturalmente, no había nadie.
-Lo siento -dijo Bernard, sintiéndose en ridículo-. Supongo que
estoy un poco nervioso. Cuando la gente empieza a sospechar de uno, acabas por
sospechar también de todos.
Se pasó una mano por los ojos, suspiró y su voz se hizo
quejumbroso. Se justificaba.
-Si supieras todo lo que he tenido que aguantar últimamente... -dijo,
casi llorando; y la marea ascendente de su autocompasión era como si se
hubiese derrumbado la presa de un embalse-. ¡Si lo supieras!
Helmholtz le escuchaba con cierta sensación de incomodidad.
¡Pobrecillo Bernard!, se dijo. Pero al mismo tiempo se sentía
avergonzado por su amigo. Bernard debía dar muestras de tener un poco
más de orgullo.