Era una vasta sala pintada de amarillo y brillantemente iluminada por el sol,
que contenía una veintena de camas, todas ellas ocupadas. Linda
agonizaba en buena compañía; en buena compañía y
con todos los adelantos modernos. El aire se hallaba constantemente agitado
por alegres melodías sintéticas. A los pies de la cama, de cara
a su moribundo ocupante, había un aparato de televisión. La
televisión funcionaba, como un grifo abierto, desde la mañana a
la noche. Cada cuarto de hora, por un procedimiento automático se
variaba el perfume de la sala.
-Procuramos -explicó la enfermera que había recibido al Salvaje
en la puerta-, procuramos crear una atmósfera tan agradable como sea
posible, algo así como un intercambio entre un hotel de primera clase y
una sala de sensorama, ¿comprende lo que quiero decir?
-¿Dónde está Linda? -preguntó el Salvaje, haciendo
caso omiso de tan corteses explicaciones.
La enfermera se mostró ofendida.
-Lleva usted mucha prisa -dijo.
-¿Cabe alguna esperanza? -preguntó John.
-¿De que no muera, quiere decir?
-John afirmó. No, claro que no. Cuando envían a alguien
aquí, no hay...
-Sorprendida ante la expresión de dolor y la palidez del rostro del
muchacho, la enfermera se interrumpió-.
Bueno, ¿qué le pasa? -preguntó. No estaba acostumbrada a
aquellas reacciones en sus visitantes, que, por cierto, eran muy escasos, como
es lógico-. No se encontrará mal, ¿verdad?
John denegó con la cabeza.
-Es mi madre -dijo, con voz apenas audible.
La enfermera le miró con ojos aterrorizados, llena de sobresalto, e
inmediatamente desvió la mirada, sonrojada como una ascua.
-Acompáñeme a donde está Linda -dijo el Salvaje, haciendo
un esfuerzo por hablar en tono normal.
Sin perder su sonrojo, la enfermera lo llevó hacia el otro extremo de la
sala. Rostros todavía lozanos y sonrosados (porque la sensibilidad era
un proceso tan rápido que no tenía tiempo de marchitar las
mejillas, y sólo afectaba al corazón y el cerebro) se
volvían a su paso. Su avance era seguido por los ojos impávidos,
sin expresión, de unos seres sumidos en la segunda infancia. El
Salvaje, al mirar a aquellos agonizantes, se estremeció.
Linda yacía en la última cama de la larga hilera, contigua a la
pared. Recostada sobre unas almohadas, contemplaba las semifinales del
Campeonato de tenis Riemann Sudamericano, que se jugaba en silenciosa y
reducida reproducción en la pantalla del aparato de televisión
instalado a los pies de su cama. Las pequeñas figuras corrían de
un lado a otro del pequeño rectángulo del cristal iluminado, sin
hacer ruido, como peces en un acuario: habitantes mudos, pero agitados, de otro
mundo.
Lindá contemplaba el espectáculo sonriendo vagamente, sin
comprender. Su rostro pálido y abotagado, mostraba una expresión
de estupidizada felicidad. De vez en cuando sus párpados se cerraban, y
parecía adormilarse por unos segundos. Después, con un ligero
sobresalto, se despertaba de nuevo, y volvía al acuario de Ios
Campeonatos de Tenis, a la versión que ofrecía la
Super-Voz-Wurlitzeriana de Abrázame hasta drogarme, amor mío, al
cálido aliento de verbena que brotaba el ventilador colocado por encima
de su cabeza. Despertaba a todo esto, o, mejor, a un sueño del cual
formaba parte todo esto, transformado y embellecido por el soma que
circulaba por su sangre, y sonreía con su sonrisa quebrada y descolorida
de dicha infantil.
-Bueno, tengo que irme -dijo la enfermera.Está a punto de llegar el
grupo de niños. Además, debo atender al número 3. -Y
señaló hacia un punto de la sala-. Morirá de un momento a
otro. Bueno, está usted en su casa.
Y se alejó rápidamente.
El Salvaje tomó asiento al lado de la cama.
-Linda -murmuró, cogiéndole una mano.
Al oír su nombre, la anciana se volvió. En sus ojos
brilló el conocimiento. Apretó la mano de su hijo, sonrió
y movió los labios; después, súbitamente, la cabeza le
cayó hacia delante. Se había dormido. John permaneció a
su lado, mirándola, buscando a través de aquella piel envejecida
-y encontrándola-, aquella cara joven, radiante, que se asomaba sobre su
niñez, en Malpaís, recordando (y John cerró los ojos) su
voz, sus movimientos, todos los acontecimientos de su vida en común.
Arre, estreptococos, a Banbury-T... ¡Qué bien cantaba su madre! Y
aquellos versos infantiles, ¡cuán mágicos y misteriosos se
le antojaban!
Vitamina A, vitamina B, vitamina C,
la grasa está en el hígado y el bacalao en el mar.
Recordando aquellas palabras y la voz de Linda al pronunciarlas, las
lágrimas acudían a los ojos de John. Después, las
lecciones de lectura: El crío está en el frasco; el gato duerme.
Y las Instrucciones Elementales para Obreros Beta en el Almacén de
Embriones. Y las largas veladas cabe al fuego, o, en verano, en la azotea de
la casita, cuando ella le contaba aquellas historias sobre el Otro Lugar, fuera
de la Reserva: aquel hermosísimo Otro Lugar cuyo recuerdo, como el de un
cielo, de un paraíso de bondad y de belleza, John conservaba
todavía intacto, inmune al contacto de la realidad de aquel Londres
real, de aquellos hombres y mujeres civilizados de carne y hueso.
El súbito sonido de unas voces agudas le indujo a abrir los ojos, y,
después de secarse rápidamente las lágrimas, miró a
su alrededor. Vio entrar en la sala lo que parecía un río
interminable de mellizos idénticos de ocho años de edad. Iban
acercándose, mellizo tras mellizo, como en una pesadilla. Sus rostros,
su rostro repetido -porque entre todos sólo tenían uno- miraba
con expresión de perro falderillo, todo orificio de nariz y ojos
saltones y descoloridos. El uniforme de los niños era caqui. Todos
iban con la boca abierta. Entraron chillando y charlando por los codos. En un
momento la sala quedó llena de ellos. Hormigueaban entre las camas,
trepaban por ellas, pasaban por debajo de las mismas, a gatas, miraban la
televisión o hacían muecas a los pacientes.
Linda los asombró y casi los asustó. Un grupo de chiquillos se
formó a los pies de su cama, mirando con la curiosidad estúpida y
atemorizada de animales súbitamente enfrentados con lo desconocido.
-¡Oh, mirad, mirad! -Hablaban en voz muy alta, asustados-.
¿Qué le pasa? ¿Por qué está tan gorda?
Nunca hasta entonces habían visto una cara como la de Linda; nunca
habían visto más que caras juveniles y de piel tersa, y cuerpos
esbeltos y erguidos. Todos aquellos sexagenarios moribundos tenían el
aspecto de jovencitas. A los cuarenta y cuatro años, Linda
parecía, por contraste, un monstruo de sensibilidad fláccida y
deformada.
-¡Es horrible! -susurraban los pequeños espectadores-. ¡Mirad
qué dientes!
De pronto de debajo de la cama surgió un mellizo de cara de torta, entre
la silla de John y la pared, y empezó a mirar de cerca la cara de Linda,
sumida en el sueño.
-¡Vaya ... ! -empezó.
Pero su frase acabó prematuramente en un chillido. El Salvaje lo
había agarrado por el cuello, lo había levantado por encima de la
silla, y con un buen sopapo en las orejas lo había despedido lejos,
aullando.
Sus gritos atrajeron a la enfermera jefe, que acudió corriendo.
-¿Qué le ha hecho usted? -preguntó, enfurecida-. No
permitiré que pegue a los niños.
-Pues entonces apártelos de esta cama. -La voz del Salvaje temblaba de
indignación-. ¿Qué vienen a hacer esos mocosos aquí?
¡Es vergonzoso!
-¿Vergonzoso? ¿Qué quiere decir? Así les condicionamos
ante la muerte. Y le advierto -prosiguió amenazadoramente- que si vuelve
usted a poner obstáculos a su acondicionamiento, lo haré echar
por los porteros.
El Salvaje se levantó y avanzó dos pasos hacia ella. Sus
movimientos y la expresión de su rostro eran tan amenazadores que la
enfermera, presa de terror, retrocedió. Haciendo un gran esfuerzo, John
se dominó, y, sin decir palabra, se volvió en redondo y
sentósc de nuevo junto a la cama.
Más tranquila, pero con una dignidad todavía un tanto insegura,
la enfermera dijo:
-Ya le he advertido; de modo que ande con cuidado.
Sin embargo, alejó de la cama a los excesivamente curiosos mellizos y
los hizo unirse al juego del ratón y el gato que una de sus colegas
había organizado al otro extrerno de la sala.
La Super-Voz-Wurlitzeriana había aumentado de volumen hasta llegar a un
crescendo sollozante, y de pronto la verbena fue sustituida en el sistema de
olores canalizados por un intenso perfume de pachulí. Linda se
estremeció, despertó, miró unos instantes, con
expresión asombrada, a los semifinalistas, levantó el rostro para
olfatear una o dos veces el nuevo perfume que llenaba el aire y de pronto
sonrió, con una sonrisa de éxtasis infantil.
-¡Popé! -murmuró; y cerró los ojos-. ¡Oh,
cuánto me gusta, cuánto me gusta ...!
Suspiró y se recostó de nuevo en las almohadas.
-Pero, ¡Linda! -imploró el Salvaje- ¿No me conoces?
John sintió una leve presión de la mano en respuesta a la suya.
Las lágrimas asomaron a sus ojos. Se inclinó y la besó.
Los labios de Linda se movieron.
-¡Popé! -susurró de nuevo.
Y John sintió como si le hubiese arrojado a la cara una paleta de
basura.
La ira hirvió súbitamente en él. Frustrado por segunda
vez, la pasión de su dolor había encontrado otra salida, se
había transformado en una pasión de furor agónico.
-¡Soy John! -gritó-. ¡Soy John!
Y en la furia dolorida llegó a cogerla por los hombros y a sacudirla.
Lentamente los ojos de Linda se abrieron, y le vio, le vio.
-¡John!
Pero situó aquel rostro real, aquellas manos reales y violentas en un
mundo imaginario, entre los equivalentes íntimos y privados del
pachulí y la Super-Wurlitzer, entre los recuerdos transfigurados y las
sensaciones extrañamente traspuestas que constituían el universo
de su sueño. Sabía que era John, su hijo, pero le veía
como un intruso en el Malpaís paradisíaco donde ella pasaba sus
vacaciones de soma con Popé. John estaba enojado porque ella
quería a Popé, la sasudía de aquella manera porque
Popé estaba en la cama, con ella, como si en ello hubiese algo malo,
como si no hiciera lo mísmo todo el mundo civilizado.
-Todo el mundo pertenece a...
La voz de Linda murió súbitamente, convirtiéndose en un
ronquido casi inaudible- la boca se le abrió, y Linda hizo un esfuerzo
desesperado para llenar de aire sus pulmones. Pero era como si hubiese
olvidado la técnica de la respiración. Intentó gritar y
no brotó sonido alguno de sus labios; sólo el terror impreso en
sus ojos abiertos revelaba el grado de su sufrimiento. Se llevó las
manos a la garganta, y después clavó las uñas en el aire,
aquel aire que ya no podía respirar, aquel aire que, para ella,
había cesado de existir.
El Salvaje se hallaba de pie y se inclinó hacia ella.
-¿Qué te pasa, Linda? ¿Qué tienes?
Su voz tenía un tono de imploración, como si John pudiera ser
tranquilizado.
La mirada que Linda le lanzó aparecía cargada de un terror
indecible; de terror y, así se lo pareció a él, de
reproche. Linda intentó incorporarse en la cama, pero cayó sobre
las almohadas. Su rostro se deformó horriblemente y sus labios cobraron
un intenso color azul.
El Salvaje se volvió y corrió al otro extremo de la sala.
-¡De prisa! ¡De prisa! -gritó-. ¡De prisa!
De pie en el centro del ruedo de mellizos que jugaban al ratón y al
gato, la enfermera jefe se volvió. El primer impulso de asombro
cedió lugar inmediatamente a la desaprobación.
-¡No grite! ¡Piense en esos niños! -dijo, frunciendo el
ceño-. Podría descondicionarles... Pero ¿qué
hace?
John había roto el círculo para penetrar en él.
-¡Cuidado! -gritó la enfermera.
Un niño rompió a llorar.
-¡De prisa! ¡Corra! -John cogió a la enfermera por un brazo,
arrastrándola consigo-. ¡Corra! Ha ocurrido algo. La he matado.
Cuando llegaron al otro extremo de la sala, Linda ya había muerto.
El Salvaje permaneció un momento en un silencio helado, después
cayó de hinojos junto a la cama y, cubriéndose la cara con las
manos, sollozó irreprimiblemente.
La enfermera permanecía de pie, indecisa, mirando, ora a la figura
arrodillada junto a la cama (¡escandalosa exhibición!), ora a los
mellizos (ipobrecillosi) que habían cesado en su juego y miraban
boquabiertos y con los ojos desorbitados aquella escena repugnante que
tenía lugar en torno de la cama número 20. ¿Debía
hablar a aquel hombre? ¿Debía intentar inculcarle el sentido de la
decencia? ¿Debía recordarle dónde se encontraba y el
daño que podía causar a aquellos pobres inocentes? ¡Destruir
su condicionamiento ante la muerte con aquella explosión asquerosa de
dolor, como si la muerte fuese algo horrible, como si alguien pudiera llegar a
importar tanto! Ello podía inculcar a aquellos chiquillos ideas
desastrosas sobre la muerte, podía trastornarles e inducirles a
reaccionar en forma enteramente errónea, horriblemente antisocial.
La enfermera, avanzando un paso, tocó a John en el hombro.
-¿No puede reportarse? -le dijo en voz baja airada.
Pero, mirando a su alrededor, vio que media docena de mellizos se habían
levantado ya y se acercaban a ellos. La enfermera salió apresuradamente
al paso de sus alumnos en peligro.
-Vamos, ¿quién quiere una barrita de chocolate? -preguntó en
voz alta y alegre.
-¡Yo! -gritó a coro todo el grupo Bokanovsky.
La cama número 20 había sido olvidada. ¡Oh, Dios mío,
Dios mío, Dios mío ... ! , repetía el Salvaje para
sí, una y otra vez.
En el caos del dolor y remordimiento que llenaban su mente, eran las
únicas palabras que lograba articular.
-¡Dios mío! -susurró en voz alta-. ¡Dios... -Pero
¿qué dice? -preguntó, muy cerca, una voz clara y aguda,
entre los murmullos de la Super-Wulitzer.
El Salvaje se sobresaltó violentamente y, descubriendo su rostro,
miró a su alrededor. Cinco mellizos caqui, cada uno con una larga
barrita de chocolate en la mano derecha, sus cinco rostros idénticos
embadurnados de chocolate, formaban círculo a su alrededor,
mirándole con ojos saltones y perrunos.
Las miradas de los cinco mellizos coincidieron con la de John, y los cinco
sonrieron simultáneamente. Uno de ellos señaló la cama
con su barrita de chocolate.
-¿Está muerta? -preguntó.
El Salvaje los miró un momento en silencio. Después, en
silencio, se levantó, y en silencio se dirigió lentamente hacia
la puerta.
-¿Está muerta? -repitió el mellizo curioso, trotando a su
lado.
El Salvaje lo miró, y, sin decir palabra, lo apartó de sí
de un empujón. El mellizo cayó al suelo e inmediatamente
empezó a chillar. El Salvaje ni siquiera se volvió.