La enorme sala de la planta baja se hallaba orientada hacia el Norte.
Fría a pesar del verano que reinaba en el exterior y del calor tropical
de la sala, una luz cruda y pálida brillaba a través de las
ventanas buscando ávidamente alguna figura yacente amortajada, alguna
pálida forma de académica carne de gallina, sin encontrar
más que el cristal, el níquel y la brillante porcelana de un
laboratorio. La invernada respondía a la invernada. Las batas de los
trabajadores eran blancas, y éstos llevaban las manos embutidas en
guantes de goma de un color pálido, como de cadáver. La luz era
helada, muerta, fantasmal. Sólo de los amarillos tambores de los
microscopios lograba arrancar cierta calidad de vida, deslizándose a lo
largo de los tubos y formando una dilatada procesión de trazos luminosos
que seguían la larga perspectiva de las mesas de trabajo.
-Y ésta -dijo el director, abriendo la puerta- es la Sala de
Fecundación.
Inclinados sobre sus instrumentos, trescientos Fecundadores se hallaban
entregados a su trabajo, cuando el director de Incubación y
Condicionamiento entró en la sala, sumidos en un absoluto silencio,
sólo interrumpido por el distraído canturreo o silboteo solitario
de quien se halla concentrado y abstraído en su labor. Un grupo de
estudiantes recién ingresados, muy jóvenes, rubicundos e
imberbes, seguía con excitación, casi abyectamente, al director,
pisándole los talones. Cada uno de ellos llevaba un bloc de notas en el
cual, cada vez que el gran hombre hablaba, garrapateaba desesperadamente.
Directamente de labios de la ciencia personificada. Era un raro privilegio.
El D.I.C. de la central de Londres tenía siempre un gran interés
en acompañar personalmente a los nuevos alumnos a visitar los diversos
departamentos.
-Sólo para darles una idea general -les explicaba.
Porque, desde luego, alguna especie de idea general debían tener si
habían de llevar a cabo su tarea inteligentemente; pero no demasiado
grande si habían de ser buenos y felices miembros de la sociedad, a ser
posible. Porque los detalles, como todos sabemos, conducen a la virtud y la
felicidad, en tanto que las generalidades son intelectualmente males
necesarios. No son los filósofos sino los que se dedican a la
marquetería y los coleccionistas de sellos los que constituyen la
columna vertebral de la sociedad.
-Mañana -añadió, sonriéndoles con
campechanía un tanto amenazadora- empezarán ustedes a trabajar en
serio. Y entonces no tendrán tiempo para generalidades. Mientras
tanto...
Mientras tanto, era un privilegio. Directamente de los labios de la ciencia
personificada al bloc de notas. Los muchachos garrapateaban como locos.
Alto y más bien delgado, muy erguido, el director se adentro por la
sala. Tenía el mentón largo y saliente, y dientes más
bien prominentes, apenas cubiertos, cuando no hablaba, por sus labios
regordetes, de curvas florcadas. ¿Viejo? ¿Joven? ¿Treinta?
¿Cincuenta? ¿Cincuenta y cinco? Hubiese sido difícil decirlo.
En todo caso la cuestión no llegaba siquiera a plantearse; en aquel
año de estabilidad, el 632 después de Ford, a nadie se le hubiese
ocurrido preguntarlo.
-Empezaré por el principio -dijo el director.
Y los más celosos estudiantes anotaron la intención de director
en sus blocs de notas: Empieza por el principio.
-Esto -siguió el director, con un movimiento de la mano- son las
incubadoras. -Y abriendo una puerta aislante les enseñó hileras y
más hileras de tubos de ensayo numerados-. La provisión semanal
de óvulos -explicó-. Conservados a la temperatura de la sangre;
en tanto que los gametos masculinos -y al decir esto abrió otra puerta-
deben ser conservados a treinta y cinco grados de temperatura en lugar de
treinta y siete.
La temperatura de la sangre esteriliza.
Los moruecos envueltos en termógeno no engendran corderillos.
Sin dejar de apoyarse en las incubadoras, el director ofreció a los
nuevos alumnos, mientras los lápices corrían ilegiblemente por
las páginas, una breve descripción del moderno proceso de
fecundación. Primero habló, naturalmente, de sus
prolegómenos quirúrgicos, la operación voluntariamente
sufrida para el bien de la Sociedad, aparte el hecho de que entraña una
prima equivalente al salario de seis meses; prosiguió con unas notas
sobre la técnica de conservación de los ovarios extirpados de
forma que se conserven en vida y se desarrollen activamente; pasó a
hacer algunas consideraciones sobre la temperatura, salinidad y viscosidad
óptimas; prendidos y maduros; y, acompañando a sus alumnos a las
mesas de trabajo, les enseñó en la práctica cómo se
retiraba aquel licor de los tubos de ensayo; cómo se vertía, gota
a gota, sobre placas de microscopio especialmente caldeadas; cómo los
óvulos que contenía eran inspeccionados en busca de posibles
anormalidades, contados y trasladados a un recipiente poroso; cómo (y
para ello los llevó al sitio donde se realizaba la operación)
este recipiente era sumergido en un caldo caliente que contenía
espermatozoos en libertad, a una concentración mínima de cien mil
por centímetro cúbico, como hizo constar con insistencia; y
cómo, al cabo de diez minutos, el recipiente era extraído del
caldo y su contenido volvía a ser examinado; cómo, si algunos de
los óvulos seguían sin fertilizar, era sumergido de nuevo, y, en
caso necesario, una tercera vez; cómo los óvulos fecundados
volvían a las incubadoras, donde los Alfas y los Betas
permanecían hasta que eran definitivamente embotellados, en tanto que
los Gammas, Deltas y Epsilones eran retirados al cabo de sólo treinta y
seis horas, para ser sometidos al método de Bokanovsky.
-El método de Bokanovsky -repitió el director.
Y los estudiantes subrayaron estas palabras.
Un óvulo, un embrión, un adulto: la normalidad. Pero un
óvulo boklanovskificado prolifera, se subdivide. De ocho a noventa y
seis brotes, y cada brote llegará a formar un embrión
perfectamente constituido y cada embrión se convertirá en un
adulto normal. Una producción de noventa y seis seres humanos donde
antes sólo se conseguía uno. Progreso.
-En esencia -concluyó el D. I. C.-, la bokanovskiflcación
consiste en una serie de paros del desarrollo. Controlamos el crecimiento
normal, y paradójicamente, el óvulo reacciona echando brotes.
Reacciona echando brotes. Los lápices corrían.
El director señaló a un lado. En una ancha cinta que se
movía con gran lentitud, un portatubos enteramente cargado se
introducía en una vasta caja de metal, de cuyo extremo emergía
otro portatubos igualmente repleto. El mecanismo producía un
débil zumbido. El director explicó que los tubos de ensayo
tardaban ocho minutos en atravesar aquella cámara metálica. Ocho
minutos de rayos X era lo máximo que los óvulos podían
soportar. Unos pocos morían; de los restantes, los menos aptos se
dividían en dos; después a las incubadoras, donde los nuevos
brotes empezaban a desarrollarse; luego, al cabo de dos días, se les
sometía a un proceso de congelación y se detenía su
crecimiento. Dos, cuatro, ocho, los brotes, a su vez, echaban nuevos brotes;
después se les administraba una dosis casi letal de alcohol; como
consecuencia de ello, volvían a subdividirse -brotes de brotes de
brotes- y después se les dejaba desarrollar en paz, puesto que una nueva
detención en su crecimiento solía resultar fatal. Pero, a
aquellas alturas, el óvulo original se había convertido en un
número de embriones que oscilaba entre ocho y noventa y seis, un
prodigioso adelanto, hay que reconocerlo, con respecto a la Naturaleza.
Mellizos idénticos, pero no en ridículas parejas, o de tres en
tres, como en los viejos tiempos vivíparos, cuando un óvulo se
escindía de vez en cuando, accidentalmente; mellizos por docenas, por
veintenas a un tiempo.
-Veintenas -repitió el director; y abrió los brazos como
distribuyendo generosas dádivas-. Veintenas.
Pero uno de los estudiantes fue lo bastante estúpido para preguntar en
qué consistía la ventaja,
-¡Pero, hijo mío! -exclamó el director, volviéndose
bruscamente hacia él-. ¿De veras no lo comprende? ¿No puede
comprenderlo? -Levantó una mano, con expresión solemne-.
El Método Bokanovsky es uno de los mayores instrumentos de la
estabilidad social.
Uno de los mayores instrumentos de la estabilidad social.
Hombres y mujeres estandardizados, en grupos uniformes. Todo el personal de
una fábrica podía ser el producto de un solo óvulo
bokanovskificado.
-¡Noventa y seis mellizos trabajando en noventa y seis máquinas
idénticas! -La voz del director casi temblaba de entusiasmo-. Sabemos
muy bien adónde vamos. Por primera vez en la historia. -Citó la
divisa planetario-: Comunidad, Identidad, Estabilidad. -Grandes palabras-. Si
pudiéramos bokanovskificar indefinidamente, el problema estaría
resuelto.
Resuelto por Gammas en serie, Deltas invariables, Epsilones uniformes.
Millones de mellizos idénticos. El principio de la producción en
masa aplicado, por fin, a la biología.
-Pero, por desgracia -añadió el director-, no podemos
bokanovskificar indefinidamente.
Al parecer, noventa y seis era el límite, y setenta y dos un buen
promedio. Lo más que podían hacer, a falta de poder realizar
aquel ideal, era manufacturar tantos grupos de mellizos idénticos como
fuese posible a partir del mismo ovario y con gametos del mismo macho. Y aun
esto era difícil.
-Porque, por vías naturales, se necesitan treinta años para que
doscientos óvulos alcancen la madurez. Pero nuestra tarea consiste en
estab la población en este momento, aquí y ahora. ¿De
qué nos serviría producir mellizos con cuentagotas a lo largo de
un cuarto de siglo?
Evidentemente, de nada. Pero la técnica de Podsnap había
acelerado inmensamente el proceso de la maduración. Ahora cabía
tener la seguridad de conseguir como mínimo ciento cincuenta
óvulos maduros en dos años. Fecundación y
bokanovskiflcación -es decir, multiplicación por setenta y dos-,
aseguraban una producción media de casi once mil hermanos y hermanas en
ciento cincuenta grupos de mellizos idénticos; y todo ello en el plazo
de dos años.
-Y, en casos excepcionales, podemos lograr que un solo ovario produzca
más de quince mil individuos adultos.
Volviéndose hacia un joven rubio y coloradote que en aquel momento
pasaba por allá, lo llamó:
-Mr. Foster. ¿Puede decimos cuál es la marca de un solo ovario, Mr.
Foster?
-Dieciséis mil doce en este Centro -contestó Mr. Foster sin
vacilar. Hablaba con gran rapidez, tenía unos ojos azules muy vivos, y
era evidente que le producía un intenso placer citar cifras-.
Dieciséis mil doce, en ciento ochenta y nueve grupos de mellizos
idénticos. Pero, desde luego, se ha conseguido mucho más
-prosiguió atropelladamente- en algunos centros tropicales. Singapur ha
producido a menudo más de dieciséis mil quinientos; y Mombasa ha
alcanzado la marca de los diecisiete mil. Claro que tienen muchas ventajas
sobre nosotros. ¡Deberían ustedes ver cómo reacciona un
ovario de negra a la pituitarial Es algo asombroso, cuando uno está
acostumbrado a trabajar con material europeo. Sin embargo -agregó,
riendo (aunque en sus ojos brillaba el fulgor del combate y avanzaba la
barbilla retadoramente)-, sin embargo, nos proponemos batirles, si podemos.
Actualmente estoy trabajando en un maravilloso ovario Delta-Menos. Sólo
cuenta dieciocho meses de antigüedad. Ya ha producido doce mil
setecientos hijos, decantados o en embrión. Y sigue fuerte.
Todavía les ganaremos.
-¡Éste es el espíritu que me gusta! -exclamó el
director; y dio unas palmadas en el hombro de Mr. Foster-. Venga con nosotros
y permita a estos muchachos gozar de los beneficios de sus conocimientos de
experto.
Mr. Foster sonrió modestamente.
-Con mucho gusto -dijo.
Y siguieron la visita. En la Sala de Envasado reinaba una animación
armoniosa y una actividad ordenada. Trozos de peritoneo de cerda, cortados ya
a la medida adecuada, subían disparados en pequeños ascensores,
procedentes del Almacén de órganos de los sótanos. Un
zumbido, después un chasquido, y las puertas del ascensor se
abrían de golpe; el Forrador de Envases sólo tenía que
alargar la mano, coger el trozo, introducirlo en el frasco, alisarlo, y antes
de que el envase debidamente forrado por el interior se hallara fuera de su
alcance, transportado por la cinta sin fin, un zumbido, un chasquido, y otro
trozo de peritoneo era disparado desde las profundidades, a punto para ser
deslizado en el interior de otro frasco, el siguiente de aquella lenta
procesión que la cinta transportaba.
Después de los Forradores había los Matriculadores. La
procesión avanzaba; uno a uno, los óvulos pasaban de sus tubos de
ensayo a unos recipientes más grandes; diestramente, el forro de
peritoneo era cortado, la morula situada en su lugar, vertida la
solución salina... y ya el frasco había pasado y les llegaba la
vez a los etiquetadores. Herencia fecha de fertilización, grupo de
Bokanovsky al que pertenecía, todos estos detalles pasaban del tubo de
ensayo al frasco. Sin anonimato ya, con sus nombres a través de una
abertura de la pared, hacia la Sala de Predestinación Social.
-Ochenta y ocho metros cúbicos de fichas -dijo Mr. Foster, satisfecho,
al entrar.
-Que contienen toda la información de interés -agregó el
director.
-Puestas al día todas las mañanas.
-Y coordinadas todas las tardes.
-En las cuales se basan los cálculos.
-Tantos individuos, de tal y tal calidad -dijo Mr. Foster.
-Distribuidos en tales y tales cantidades. -El óptimo porcentaje de
Decantación en cualquier momento dado.
-Permitiendo compensar rápidamente las pérdidas imprevistas.
-Rápidaménte -repitió Mr. Foster-. ¡Si supieran
ustedes la cantidad de horas extras que tuve que emplear después del
último terremoto en el Japón!
Rió de buena gana y movió la cabeza.
-Los Predestinadores envían sus datos a los Fecundadores.
-Quienes les facilitan los embriones que solicitan.
-Y los frascos pasan aquí para ser predestinados concretamente.
-Después de lo cual vuelven a ser enviados al Almacén de
Embriones.
-Adonde vamos a pasar ahora mismo.
Y, abriendo una puerta, Mr. Foster inició la marcha hacia una escalera
que descendía al sótano.
La temperatura seguía siendo tropical. El grupo penetró en un
ambiente iluminado con una luz crepuscular. Dos puertas y un pasadizo con un
doble recodo aseguraban al sótano contra toda posible
infiltración de la luz.
-Los embriones son como la película fotográfica -dijo Mr. Foster,
jocosamente, al tiempo que empujaba la segunda puerta-. Sólo soportan
la luz roja.
Y, en efecto, la bochornosa oscuridad en medio de la cual los estudiantes le
seguían ahora era visible y escarlata como la oscuridad que se divisa
con los ojos cerrados en plena tarde veraniega. Los voluminosos estantes
laterales, con sus hileras interminables de botellas, brillaban como cuajados
de rubíes, y entre los rubíes se movían los espectros
rojos de mujeres y hombres con los ojos purpúreos y todos los
síntomas del lupus. El zumbido de la maquinaria llenaba
débilmente los aires.
-Déles unas cuantas cifras, Mr. Foster -dijo el director, que estaba
cansado de hablar.
A Mr. Foster le encantó darles unas cuantas cifras.
Doscientos veinte metros de longitud, doscientos de anchura y diez de altura.
Señaló hacia arriba. Como gallinitas bebiendo agua, los
estudiantes levantaron los ojos hacia el elevado techo.
Tres grupos de estantes: a nivel del suelo, primera galería y segunda
galería.
La telaraña metálica de las galerías se perdía a lo
lejos, en todas direcciones, en la oscuridad. Cerca de ellas, tres fantasmas
rojos se hallaban muy atareados descargando damajuanas de una escalera
móvil.
La escalera que procedía de la Sala de Predestinación Social.
Cada frasco podía ser colocado en uno de los quince estantes, cada uno
de los cuales, aunque a simple vista no se notaba, era un tren que viajaba a
razón de trescientos treinta y tres milímetros por hora.
Doscientos sesenta y siete días, a ocho metros diarios. Dos mil ciento
treinta y seis metros en total. Una vuelta al sótano a nivel del suelo,
otra en la primera galería, media en la segunda, y, la mañana del
día doscientos sesenta y siete, luz de día en la Sala de
Decantación. La llamada existencia independiente.
-Pero en el intervalo -concluyó Mr. Fosternos las hemos arreglado para
hacer un montón de cosas con ellos. Ya lo creo, un montón de
cosas.
-Éste es el espíritu que me gusta -volvió a decir el
director-. Demos una vueltecita. Cuénteselo usted todo, Mr. Foster.
Y Mr. Foster se lo contó todo.
Les habló del embrión que se desarrollaba en su lecho de
peritoneo. Les dio a probar el rico sucedáneo de la sangre con que se
alimentaba. Les explicó por qué había de estimularlo con
placentina y tiroxina. Les habló del extracto de corpus luteum.
Les enseñó las mangueras por medio de las cuales dicho
extracto era inyectado automáticamente cada doce metros, desde cero
hasta 2.040. Habló de las dosis gradualmente crecientes de pituitaria
administradas durante los noventa y seis metros últimos del recorrido.
Describió la circulación materna artificial instalada en cada
frasco, en el metro ciento doce, les enseñó el depósito de
sucedáneo de la sangre, la bomba centrífuga que mantenía
al líquido en movimiento por toda la placenta y lo hacía pasar a
través del pulmón sintético y el filtro de los
desperdicios. Se refirió a la molesta tendencia del embrión a la
anemia, a las dosis masivas de extracto de estómago de cerdo y de
hígado de potro fetal que, en consecuencia, había que
administrar.
Les enseñó el sencillo mecanismo por medio del cual, durante los
dos últimos metros de cada ocho, todos los embriones eran sacudidos
simultáneamente para que se acostumbraran al movimiento. Aludió a
la gravedad del llamado trauma de la decantación y enumeró las
precauciones que se tomaban para reducir al mínimo, mediante el adecuado
entrenamiento del embrión envasado, tan peligroso shock. Les
habló de las pruebas de sexo llevadas a cabo en los alrededores del
metro doscientos. Explicó el sistema de etiquetaje: una T para los
varones, un círculo para las hembras, y un signo de interrogación
negro sobre fondo blanco para los destinados a hermafroditas.
-Porque, desde luego -dijo Mr. Foster-, en la gran mayoría de los casos
la fecundidad no es más que un estorbo. Un solo ovario fértil de
cada mil doscientos bastaría para nuestros propósitos. Pero
queremos poder elegir a placer. Y, desde luego, conviene siempre dejar un buen
margen de seguridad. Por esto permitimos que hasta un treinta por ciento de
embriones hembra se desarrollen normalmente. A los demás les
administramos una dosis de hormona sexual femenina cada veinticuatro metros
durante lo que les queda de trayecto. Resultado: son decantados como
hermafroditas, completamente normales en su estructura, excepto -tuvo que
reconocer- que tienen una ligera tendencia a echar barba, pero
estériles. Con una esterilidad garantizada. Lo cual nos conduce por
fin -prosiguió Mr. Foster- fuera del reino de la mera imitación
servil de la Naturaleza para pasar al mundo mucho más interesante de la
invención humana.
Se frotó las manos. Porque, desde luego, ellos no se limitaban
meramente a incubar embriones; cualquier vaca podría hacerlo.
-También predestinamos y condicionamos. Decantamos nuestros
críos como seres humanos socializados, como Alfas o Epsilones, como
futuros poceros o futuros... -Iba a decir futuros Interventores Mundiales, pero
rectificando a tiempo, dijo- ... futuros Directores de Incubadoras.
El director agradeció el cumplido con una sonrisa.
Pasaban en aquel momento por el metro 320 del Estante nº 11. Un joven
Beta-Menos, un mecánico, estaba atareado con un destornillador y una
llave inglesa, trabajando en la bomba de sucedáneo de la sangre de una
botella que pasaba. Cuando dio vuelta a las tuercas, el zumbido del motor
eléctrico se hizo un poco más grave. Bajó más
aún, y un poco más.., Otra vuelta a la llave inglesa, una mirada
al contador de revoluciones, y terminó su tarea. El hombre
retrocedió dos pasos en la hilera e inició el mismo proceso en la
bomba del frasco siguiente.
-Está reduciendo el número de revoluciones por minuto
-explicó Mr. Foster-. El sucedáneo circula más despacio;
por consiguiente, pasa por el pulmón a intervalos más largos; por
tanto, aporta menos oxígeno al embrión. No hay nada como la
escasez de oxígeno para mantener a un. embrión por debajo de lo
normal.
Y volvió a frotarse las manos.
-¿Y para qué quieren mantener a un embrión por debajo de lo
normal? -preguntó un estudiante ingenuo.
-¡Estúpido! -exclamó el director, rompiendo un largo
silencio-. ¿No se le ha ocurrido pensar que un embrión de Epsilon
debe tener un ambiente Epsilon y una herencia Epsilon también?
Evidentemente, no se le había ocurrido. Quedó abochornado.
-Cuanto más baja es la casta -dijo Mr. Foster-, menos debe escasear el
oxígeno. El primer órgano afectado es el cerebro.
Después el esqueleto. Al setenta por ciento del oxígeno normal
se consiguen enanos. A menos del setenta, monstruos sin ojos. Que no sirven
para nada -concluyó Mr. Foster.
En cambio (y su voz adquirió un tono confidencial y excitado), si
lograran descubrir una técnica para abreviar el período de
maduración, ¡qué gran triunfo, qué gran beneficio
para la sociedad!
-Piensen en el caballo -dijo.
Los alumnos pensaron en el caballo.
El caballo alcanza la madurez a los seis años; el elefante, a los diez.
En tanto que el hombre, a los trece años aún no está
sexualmente maduro, y sólo a los veinte alcanza el pleno conocimiento.
De ahí la inteligencia humana, fruto de este desarrollo retardado.
-Pero en los Epsilones -dijo Mr. Foster, muy acertadamente- no necesitamos
inteligencia humana.
No la necesitaban, y no la fabricaban. Pero, aunque la mente de un Epsilon
alcanzaba la madurez a los diez años, el cuerpo del Epsilon no era apto
para el trabajo hasta los dieciocho. Largos años de imnadurez superflua
y perdida. Si el desarrollo físico piidiera acelerarse hasta que fuera
tan rápido, digamos, como el de una vaca, ¡qué enorme ahorro
para la comunidad!
-¡Enorme! -murmuraron los estudiantes.
El entusiasmo de Mr. Foster era contagioso.
Después se puso más técnico; habló de una
coordinación endocrino anormal que era la causa de que los hombres
crecieran tan lentamente, y sostuvo que esta anormalidad se debía a una
mutación germinal. ¿Cabía destruir los efectos de esta
mutación germinal? ¿Cabía devolver al individuo Epsilon,
mediante una técnica adecuada, a la normalidad de los perros y de las
vacas? Este era el problema.
Pilkinton, en Mombasa, había producido individuos sexualmente maduros a
los cuatro años y completamente crecidos a los seis y medio. Un triunfo
científico. Pero socialmente inútil. Los hombres y las mujeres
de seis años eran demasiado estúpidos, incluso para realizar el
trabajo de un Epsilon.
Y el método era de los del tipo todo o nada; o no se lograba
modificación alguna, o tal modificación era en todos los
sentidos. Todavía estaban luchando por encontrar el compromiso ideal
entre adultos de veinte años y adultos de seis. Y hasta entonces sin
éxito.
Su ronda a través de la luz crepuscular escarlata les había
llevado a las proximidades del metro 170 del Estante 9. A partir de aquel
punto, el Estante 9 estaba cerrado, y los frascos realizaban el resto de su
viaje en el interior de una especie de túnel, interrumpido de vez en
cuando por unas aberturas de dos o tres metros de anchura.
-Condicionamiento con respecto al calor -explicó Mr. Foster.
Túneles calientes alternaban con túneles fríos. El
frío se aliaba a la incomodidad en la forma de íntensos rayos X.
En el momento de su decantación, los embriones sentían horror por
el frío. Estaban predestinados a emigrar a los trópicos, a ser
mineros, tejedores de seda al acetato o metalúrgicos. Más
adelante, enseñarían a sus mentes a apoyar el criterio de su
cuerpo.
-Nosotros los condicionamos de modo que tiendan hacia el calor -concluyo Mr.
Foster-. Y nuestros colegas de arriba les enseñarán a amarlo.
-Y éste -intervino el director sentenciosamente-, éste es el
secreto de la felicidad y la virtud: amar lo que uno tiene que hacer. Todo
condicionamiento tiende a esto: a lograr que la gente ame su inevitable destino
social.
En un boquete entre dos túneles, una enfermera introducía una
jeringa larga y fina en el contenido gelatinoso de un frasco que pasaba. Los
estudiantes y sus guías permanecieron observándola unos
momentos.
-Muy bien, Lenina -dijo Mr. Foster cuando, al fin, la joven retiró la
jeringa y se incorporó.
La muchacha se volvió, sobresaltada. A pesar del lapsus y de los ojos
de púrpura, se advertía que era excepcionalmente hermosa.
Su sonrisa, roja también, voló hacia él, en una hilera de
rojos dientes.
-Encantadora, encantadora -murmuró el director.
Y, dándole una o dos palmaditas, recibió en correspondencia una
sonrisa deferente, a él destinada.
-¿Qué les da? -preguntó Mr. Foster, procurando adoptar un
tono estrictamente profesional. -Lo de siempre: el tifus y la enfermedad del
sueño.
-Los trabajadores del trópico empiezan a ser inoculados en el metro 150
-explicó Mr. Foster a los estudiantes-. Los embriones todavía
tienen agallas. Inmunizamos al pez contra las enfermedades del hombre futuro.
-Luego, volviéndose a Lenina, añadió-: A las cinco menos
diez, en el tejado, esta tarde, como de costumbre.
-Encantadora -dijo el director una vez más.
Y, con otra palmadita, se alejó en pos de los otros.
En el estante número 10, hileras de la próxima generación
de obreros químicos eran sometidos a un tratamiento para acostumbrarlos
a tolerar el plomo, la sosa cáustica, el asfalto, la clorina... El
primero de una hornada de doscientos cincuenta mecánicos de cohetes
aéreos en embrión pasaba en aquel momento por el metro mil cien
del estante 3. Un mecanismo especial mantenía sus envases en constante
rotación.
-Para mejorar su sentido del equilibrio -explicó Mr. Foster-. Efectuar
reparaciones en el exterior de un cohete en el aire es una tarea complicada.
Cuando están de pie, reducimos la circulación hasta casi
matarlos, y doblamos el flujo del sucedáneo de la sangre cuando
están cabeza abajo. Así aprenden a asociar esta posición
con el bienestar; de hecho, sólo son felices de verdad cuando
están así. Y ahora -prosiguió Mr. Foster-, me
gustaría enseñarles algún condicionamiento interesante
para intelectuales Alfa-Más. Tenemos un nutrido grupo de ellos en el
estante número S. Es el nivel de la Primera Galería -gritó
a dos muchachos que habían empezado a bajar a la planta-. Están
por los alrededores del metro 900 -explicó-. No se puede efectuar
ningún condicionamiento intelectual eficaz hasta que el feto ha perdido
la cola.
Pero el director había consultado su reloj.
-Las tres menos diez -dijo-. Me temo que no habrá tiempo para los
embriones intelectuales. Debemos subir a las Guarderías antes de que
los niños despierten de la siesta de la tarde.
Mr. Foster pareció decepcionado.
-Al menos, una mirada a la Sala de Decantación -imploró.
-Bueno, está bien. -El director sonrió con indulgencia-. Pero
sólo una ojeada.