Las dínamos jadeaban en el subsótano, y los ascensores
subían y bajaban. En los once pisos de las Guarderías era la
hora de comer. Mil ochocientos niños, cuidadosamente etiquetados,
extraían, simultáneamente, de mil ochocientos biberones, su medio
litro de secreción externa pasteurizada.
Más arriba, en las diez plantas sucesivas destinadas a dormitorios, los
niños y niñas que todavía eran lo bastante pequeños
para necesitar una siesta, se hallaban tan atareados como todo el mundo, aunque
ellos no lo sabían, escuchando inconscientemente las lecciones
hipnopédicas de higiene y sociabilidad, de conciencia de clases y de
vida erótica. Y más arriba aún, había las salas de
juego, donde, por ser un día lluvioso, novecientos niños un poco
mayores se divertían jugando con ladrillos, modelando con ladrillos,
modelando con arcilla, o dedicándose a jugar al escondite o a los
corrientes juegos eróticos.
¡Zummm ... ! La colmena zumbaba, atareada, alegremente. ¡Alegres eran
las canciones que tarareaban las muchachas inclinadas sobre los tubos de
ensayo! Los predestinadores silboteaban mientras trabajaban, y en la Sala de
Decantación se contaban chistes estupendos por encima de los frascos
vacíos. Pero el rostro del director, cuando entró en la Sala de
Fecundación con Henry Foster, aparecía grave, severo,
petrificado.
-Un escarmiento público -decía-. Y en esta sala, porque en ella
hay más trabajadores de casta alta que en ninguna otra de las del
Centro. Le he dicho que viniera a verme aquí a las dos y media.
-Cumple su tarea admirablemente -dijo Henry, con hipócrita
generosidad.
-Lo sé. Razón de más para mostrarme severo con él.
Su eminencia intelectual entraña las correspondientes responsabilidades
morales. cuanto mayores son los talentos de un hombre más grande es su
poder de corromper a los demás. Y es mejor que sufra uno solo a que se
corrompan muchos. Considere el caso desapasionadamente, Mr. Foster, y
verá que no existe ofensa tan odiosa como la heterodoxia en el
comportamiento. El asesino sólo mata al individuo, y, al fin y al cabo,
¿qué es un individuo? -Con un amplio ademán
señaló las hileras de microscopios, los tubos de ensayo, las
incubadoras-. Podemos fabricar otro nuevo con la mayor facilidad; tantos como
queramos. La heterodoxia amenaza algo mucho más importante que la vida
de un individuo; amenaza a la propia Sociedad. Sí, a la propia Sociedad
-repitió-. Pero, aquí viene.
Bernard había entrado en la sala y se acercaba a ellos pasando por entre
las hileras de fecundadores. Su expresión jactancioso, de confianza en
sí mismo, apenas lograba disimular su nerviosismo. La voz con que dijo:
Buenos días, director sonó demasiado fuerte, absurdamente alta; y
cuando, para corregir su error, dijo: Me pidió usted que acudiera
aquí para hablarme, lo hizo con voz ridículamente
débil.
-Sí, Mr. Marx -dijo el director enfáticamente-. Le pedí
que acudiera a verme aquí. Tengo entendido que regresó usted de
sus vacaciones anoche.
-Sí -contestó Bernard.
-Ssssí -repitió el director, acentuando la s, en un
silbido como de serpiente. Luego, levantando súbitamente la voz,
trompeteó-: Señoras y caballeros, señoras y caballeros.
El tarareo de las muchachas sobre sus tubos de ensayo y el silboteo
abstraído de los microscopistas cesaron súbitamente. Se hizo un
silencio profundo; todos volvieron las miradas hacia el grupo central.
-Señoras y caballeros -repitió el director-, discúlpenme
si interrumpo sus tareas. Un doloroso deber me obliga a ello. La seguridad y
la estabilidad de la Sociedad se hallan en peligro. Sí, en peligro,
señoras y caballeros. Este hombre -y señaló
acusadoramente a Bernard-, este hombre que se encuentra ante ustedes, este
Alfa-Más a quien tanto le fue dado, y de quien, en consecuencia, tanto
cabía esperar, este colega de ustedes, o mejor, acaso este que fue
colega de ustedes, ha traicionado burdamente la confianza que pusimos en
él. Con sus opiniones heréticas sobre el deporte y el soma,
con la escandalosa heterodoxia de su vida sexual, con su negativa a
obedecer las enseñanzas de Nuestro Ford y a comportarse fuera de las
horas de trabajo como un bebé en su frasco -y al llegar a este punto el
director hizo la señal de la T- se ha revelado como un enemigo de la
Sociedad, un elemento subversivo, señoras y caballeros. Contra el Orden
y la Estabilidad, un conspirador contra la misma Civilización. Por esta
razón me propongo despedirle, despedirle con ignominia del cargo que
hasta ahora ha venido ejerciendo en este Centro; y me propongo asimismo
solicitar su transferencia a un Subcentro del orden más bajo, y, para
que su castigo sirva a los mejores intereses de la sociedad, tan alejado como
sea posible de cual. quier Centro importante de población. En Islandia
tendrá pocas oportunidades de corromper a otros con su ejemplo
antifordiano -el director hizo una pausa; después, cruzando los brazos,
se volvió solemnemente hacia Bernard-. Marx -dijo-, ¿puede usted
alegar alguna razón por la cual yo no deba ejecutar el castigo que le he
impuesto?
-Sí, puedo -contestó Bernard, en voz alta. -Diga cuál es,
entonces -dijo el director, un tanto asombrado, pero sin perder la dignidad
majestuosa de su actitud.
-No sólo la diré, sino que la exhibiré. Pero está
en el pasillo. Un momento. -Bernard se acercó rápidamente a la
puerta y la abrió bruscamente-. Entre -ordenó.
Y la razón alegada entró y se hizo visible.
Se produjo un sobresalto, una suspensión del aliento de todos los
presentes y, después, un murmullo de asombro y de horror; una chica
joven chilló; estaba de pie encima de una silla para ver mejor, y, al
vacilar, derramó dos tubos de ensayo llenos de espermatozoos.
Abotagado, hinchado, entre aquellos cuerpos juveniles y firmes y aquellos
rostros correctos, un monstruo de mediana edad, extraño y
terrorífico, Linda, entró en la sala, sonriendo picaronamente con
su sonrisa rota y descolorida, y moviendo sus enormes caderas en lo que
pretendía ser una ondulación voluptuosa. Bernard andaba a su
lado.
-Aquí está -dijo Bernard, señalando al director.
-¿Cree que no lo habría reconocido? -preguntó Linda,
irritada; después, volviéndose hacia el director, agregó-:
Claro que te reconocí, Tomakín; te hubiese reconocido en
cualquier sitio, entre un millar de personas. Pero tal vez tú me
habrás olvidado. ¿No te acuerdas? ¿No, Tomakín? Soy tu
Linda. -Linda lo miraba con la cabeza ladeada, sonriendo todavía, pero
con una sonrisa que progresivamente, ante la expresión de disgusto
petrificado del director, fue perdiendo confianza hasta desaparecer del todo-.
¿No te acuerdas de mí, Tomakín? -repitió Linda, con
voz temblorosa. Sus ojos aparecían ansiosos, agónicos. El
rostro abotagado se deformó en una mueca de intenso dolor-.
¡Tomakín!
Linda le tendió los brazos. Algunos empezaron a reír por lo
bajo.
-¿Qué significa -empezó el director- esta monstruosa ...
?
-¡Tomakín!
Linda corrió hacia delante, arrastrando tras de sí su manta,
arrojó los brazos al cuello del director y ocultó el rostro en su
pecho.
Levantóse una incontenible oleada de carcajadas.
-¿... esta monstruosa broma de mal gusto? -gritó el director.
Con el rostro encendido, intentó desasirse del abrazo de la mujer, que
se aferraba a él desesperadamente.
-¡Pero si soy Linda, soy Linda! -las risas ahogaron su voz-. ¡Me
hiciste un crío! -chilló Linda, por encima del rugir de las
carcajadas.
Hubo un siseo súbito, de asombro; los ojos vagaban incómodamente,
sin saber adónde mirar. El director palideció
súbitamente, dejó de luchar, y, todavía con las manos en
las muñecas de Linda, se quedó mirándola a la cara,
horrorizado.
-Sí, un crío.... y yo fui su madre.
Linda lanzó aquella obscenidad como un reto en el silencio ultrajado;
después, separándose bruscamente de él, abochornada, se
cubrió la cara con las manos, sollozando.
-No fue mía la culpa, Tomakín. Porque yo siempre hice mis
ejercicios, ¿no es verdad? ¿No es verdad?
Siempre... No comprendo cómo... ¡Si tú supieras cuán
horrible fue, Tomakín ... ! A pesar de todo, el niño fue un
consuelo para mí. -Y, volviéndose hacia la puerta, llamó-:
¡John!
John entró inmediatamente, hizo una breve pausa en el umbral,
miró a su alrededor, y después, corriendo silenciosamente sobre
sus mocasines de piel de ciervo, cayó de rodillas a los pies del
director y dijo en voz muy clara:
-¡Padre!
Esta palabra (porque la voz padre, que no implicaba relación directa con
el desvío moral que extrañaba el hecho de alumbrar un hijo, no
era tan obscena como grosera; era una incorrección más
escatológica que pornográfica), la cómica suciedad de esta
palabra alivió la tensión, que había llegado a hacerse
insoportable.
Las carcajadas estallaron, estruendosas, casi histéricas, encadenadas,
como si no debieran cesar nunca. ¡Padre! ¡Y era el director!
¡Padre! ¡Oh, Ford! Era algo estupendo. Las risas se
sucedían, los rostros parecían a punto de desintegrarse, y hasta
los ojos se cubrían de lágrimas. Otros seis tubos de ensayo
llenos de espermatozoos fueron derribados. ¡Padre!
Pálido, con los ojos fuera de sus órbitas, el director miraba a
su alrededor en una agonía de humillación enloquecedora.
¡Padre! Las carcajadas, que habían dado muestras de
desfallecer, estallaron más fuertes que nunca. El director se
tapó los oídos con ambas manos y abandonó corriendo la
sala.