También el arte tiene su moral, y muchas de las reglas de esta moral son
las mismas que las de la ética corriente, o al menos análogas a
ellas. El remordimiento, por ejemplo, es tan indeseable en relación con
nuestra creación artística como en relación con las malas
acciones. En el futuro, la maldad debe ser perseguida, reconocida, y, en lo
posible, evitada. Llorar sobre los errores literarios de veinte años
atrás, intentar enmendar una obra fallida para darle la
perfección que no logró en su primera ejecución, perder
los años de la madurez en el intento de corregir los pecados
artísticos cometidos y legados por esta persona ajena que fue uno mismo
en la juventud, todo ello, sin duda, es vano y fútil. De aquí
que este nuevo UN MUNDO FELIZ sea exactamente igual al viejo. Sus defectos como
obra de arte son considerables; mas para corregirlos debería haber
vuelto a escribir el libro, y al hacerlo, como un hombre mayor, como otra
persona que soy, probablemente hubiese soslayado no sólo algunas de las
faltas de la obra, sino también algunos de los méritos que
poseyera originalmente. Así, resistiéndome a la tentación
de revolcarme en los remordimientos artísticos, prefiero dejar tal como
está lo bueno y lo malo del libro y pensar en otra cosa.
Sin embargo, creo que sí merece la pena, al menos, citar el más
grave defecto de la novela, que es el siguiente. Al Salvaje se le ofrecen
sólo dos alternativas: una vida insensata en Utopía, o la vida de
un primitivo en un poblado indio, una vida más humana en algunos
aspectos, pero en otros casi igualmente extravagante y anormal. En la
época en que este libro fue escrito, esta idea de que a los hombres se
les ofrece el libre albedrío para elegir entre la locura de una parte y
la insania de otra, se me antojaba divertida y la consideraba como posiblemente
cierta. Sin embargo, en atención a los efectos dramáticos, a
menudo se permite al Salvaje hablar más racionalmente de Io que su
educación entre los miembros practicantes de una religión, que es
una mezcla del culto a la fertilidad y de la ferocidad de los Penitentes, le
hubiese permitido hacerlo en realidad. Ni siquiera su conocimiento de
Shakespeare basta para justificar sus expresiones. Y al final, naturalmente,
se les hace abandonar la cordura, su Penitentismo nativo recobra la
autoridad sobre él, y el Salvaje acaba en una autotortura de
maniático y un suicidio de desesperación. Y así,
después de todo, murieron miserablemente, con gran satisfacción
por parte del divertido y pirrónico esteta que era el autor de la
fábula.
Actualmente no siento deseos de demostrar que la cordura es imposible. Por el
contrario, aunque sigo estando no menos tristemente seguro de que en el pasado
la cordura es un fenómeno muy raro, estoy convencido de que cabe
alcanzarla y me gustaría verla en acción más a menudo.
Por haberlo dicho en varios libros míos recientes, y, sobre todo, por
haber compilado una antología de lo que los cuerdos han dicho sobre la
cordura y sobre los medios por los cuales puede lograrse, un eminente
crítico académico ha dicho de mí que constituyo un triste
síntoma del fracaso de una clase intelectual en tiempos de crisis.
Supongo que ello implica que el profesor y sus colegas constituyen otros tantos
alegres síntomas de éxito. Los bienhechores de la humanidad
merecen ser honrados y recordados perpetuamente. Construyamos un
Panteón para profesores. Podríamos levantarlo entre las ruinas
de una de las ciudades destruidas de Europa o el Japón; sobre la entrada
del osario yo colocaría una inscripción, en letras de dos metros
de altura, con estas simples palabras: Consagrado a la memoria de los
Educadores del Mundo. Su MONUMENTUM REQUIRIS CIRCUMSPICE.
Pero volviendo al futuro... Si ahora tuviera que volver a escribir este libro,
ofrecería al Salvaje una tercera alternativa. Entre los cuernos
utópico y primitivo de este dilema, yacería la posibilidad de la
cordura, una posibilidad ya realizada, hasta cierto punto, en una comunidad de
desterrados o refugiados del MUNDO FELIZ, que viviría en una especie de
Reserva. En esta comunidad, la economía sería descentralista y
al estilo de Henry George, y la política kropotkiniana y cooperativista.
La ciencia y la tecnología serían empleadas como si, lo mismo que
el Sabbath, hubiesen sido creadas para el hombre, y no (como en la actualidad)
el hombre debiera adaptarse y esclavizarse a ellas. La religión
sería la búsqueda consciente e inteligente del Fin último
del hombre, el conocimiento unitivo del Tao o Logos inmanente, la transcendente
Divinidad de Brahma. Y la filosofía de la vida que prevalecería
sería una especie de Alto Utilitarismo, en el cual el principio de la
Máxima Felicidad sería supeditado al principio del Fin
último, de modo que la primera pregunta a formular y contestar en toda
contingencia de la vida sería: ¿Hasta qué punto este
pensamiento o esta acción contribuye o se interfiere con el logro, por
mi parte y por parte del mayor número posible de otros Individuos, del
Fin último del hombre?
Educado entre los primitivos, el Salvaje (en esta hipotética nueva
versión del libro) no sería trasladado a Utopía hasta
después de que hubiese tenido oportunidad de adquirir algún
conocimiento de primera mano acerca de la naturaleza de una sociedad compuesta
de individuos que cooperan libremente, consagrados al logro de la cordura. Con
estos cambios, UN MUNDO FELIZ poseería una perfección
artística y (si cabe emplear una palabra tan trascendente en
relación con una obra de ficción) filosófica, de la cual,
en su forma actual, evidentemente carece.
Pero UN MUNDO FELIZ es un libro acerca del futuro, y, aparte sus cualidades
artísticas o filosóficas, un libro sobre el futuro puede
interesarnos solamente si sus profecías parecen destinadas,
verosímilmente, a realizarse. Desde nuestro punto de mira actual,
quince años más abajo en el plano inclinado de la historia
moderna, ¿hasta qué punto parecen plausibles sus
pronósticos? ¿Qué ha ocurrido en este doloroso intervalo que
confirme o invalide las previsiones de 1931?
Inmediatamente se nos revela un gran y obvio fallo de previsión. UN
MUNDO FELIZ no contiene referencia alguna a la fisión núclear.
Y, realmente, es raro que no la contenga; porque las posibilidades de la
energía atómica eran ya tema de conversaciones populares algunos
años antes de que este libro fuese escrito. Mi viejo amigo Robert
Nichols incluso había escrito una comedia de éxito sobre este
tema, y recuerdo que también yo lo había mencionado en una
narración publicada antes de 1930. Así, pues, como decía,
es muy extraño que los cohetes y helicópteros del siglo VII de
Nuestro Ford no sean movidos por núcleos desintegrados. Este fallo no
puede excusarse; pero sí cabe explicarlo fácilmente. El tema de
UN MUNDO FELIZ no es el progreso de la ciencia en cuanto afecta a los
individuos humanos. Los logros de la física, la química y la
mecánica se dan, tácitamente, por sobrentendidos. Los
únicos progresos científicos que se describen
específicamente son los que entrañan la aplicación a los
seres humanos de los resultados de la futura investigación en
biología, psicología y fisiología. La liberación
de la energía atómica constituye una gran revolución en la
historia humana, pero no es (a menos que nos volemos a nosotros mismos en
pedazos poniendo así punto final a la historia) la última
revolución ni la más profunda.
Esta revolución realmente revolucionaria deberá lograrse, no en
el mundo externo, sino en las almas y en la carne de los seres humanos.
Viviendo como vivió en un período revolucionario, el
marqués de Sade hizo uso con gran naturalidad de esta teoría de
las revoluciones con el fin de racionalizar su forma peculiar de insania.
Robespierre había logrado la forma más superficial de
revolución: la política. Yendo un poco más lejos, Babeuf
había intentado la revolución económica. Sade se
consideraba a sí mismo como el apóstol de la revolución
auténticamente revolucionaria, más allá de la mera
política y de la economía, la revolución de los hombres,
las mujeres y los niños individuales, cuyos cuerpos debían en
adelante pasar a ser propiedad sexual común de todos, y cuyas mentes
debían ser lavadas de todo pudor natural, de todas las inhibiciones,
laboriosamente adquiridas, de la civilización tradicional. Entre
sadismo y revolución realmente revolucionaria no hay, naturalmente, una
conexión necesaria o inevitable. Sade era un loco, y la meta más
o menos consciente de su revolución eran el caos y la destrucción
universales. Las personas que gobiernan el Mundo feliz pueden no ser cuerdas
(en lo que podríamos llamar el sentido absoluto de la palabra), pero no
son locos de atar, y su meta no es la anarquía, síno la
estabilidad social. Para lograr esta estabilidad llevan a cabo, por medios
científicos, la revolución final, personal, realmente
revolucionaria.
En la actualidad nos hallamosen la primera fase de lo que quizá sea la
penúltima revolución. Su próxima fase puede ser la guerra
atómica, en cuyo caso no vale la pena de que nos preocupemos por las
profecías sobre el futuro. Pero cabe en lo posible que tengamos la
cordura suficiente, si no para dejar de luchar unos con otros, al menos para
comportarnos tan racionalmente como lo hicieron nuestros antepasados del siglo
XVIII. Los horrores inimaginables de la Guerra de los Treinta Años
enseñaron realmente una lección a los hombres, y durante
más de cien años los políticos y generales de Europa
resistieron conscientemente la tentación de emplear sus recursos
militares hasta los límites de la destrucción o (en la
mayoría de los casos) para seguir luchando hasta la total
aniquilación del enemigo. Hubo agresores, desde luego, ávidos de
provecho y de gloria; pero hubo también conservadores, decididos a toda
costa a conservar intacto su mundo. Durante los últimos treinta
años no ha habido conservadores; sóIo ha habido radicales
nacionalistas de derecha y radicales nacionalistas de izquierda.
El último hombre de Estado conservador fue el quinto marqués de
Lansdowne; y cuando escribió una carta a The Times sugiriendo que
la Primera Guerra Mundial debía terminar con un compromiso, como
habían terminado la mayoría de las guerras del siglo XVIII, el
director de aquel diario, otrora conservador, se negó a publicarla. Los
radicales nacionalistas no salieron con la suya, con las consecuencias que
todos conocemos: bolchevismo, fascismo, inflación, depresión,
Hitler, la Segunda Guerra Mundial, la ruina de Europa y todos los males
imaginables menos el hambre universal.
Suponiendo, pues, que seamos capaces de aprender tanto de Hiroshima como
nuestros antepasados de Magdeburgo, podemos esperar un período, no de
paz, ciertamente, pero sí de guerra limitada y sólo parcialmente
ruinosa. Durante este período cabe suponer que la energía
nuclear estará sujeta al yugo de los usos industriales. El resultado de
ello será, evidentísimamente, una serie de cambios
económicos y sociales sin precedentes en cuanto a su rapidez y
radicalismo. Todas las formas de vida humana actuales estarán
periclitadas y será preciso improvisar otras nuevas formas adecuadas al
hecho -no humano- de la energía atómica. Procusto moderno, el
científico nuclear preparará el lecho en el cual deberá
yacer la Humanidad; y si la Humanidad no se adapta al mismo..., bueno,
será una pena para la Humanidad. Habrá que forcejear un poco y
practicar alguna amputación, la misma clase de forcejeos y de
amputaciones que se están produciendo desde que la ciencia aplicada se
lanzó a Ia carrera; sólo que esta vez, serán mucho
más drásticos que en el pasado. Estas operaciones, muy lejos de
ser indoloras, serán dirigidas por gobiernos totalitarios sumamente
centralizados. Será inevitable; porque el futuro inmediato es probable
que se parezca al pasado inmediato, y en el pasado inmediato los rápidos
cambios tecnológicos, que se produjeron en una economía de
producción masiva y entre una población predominantemente no
propietaria, han tendido siempre a producir un confusionismo social y
económico. Para luchar contra la confusión el poder ha sido
centralizado y se han incrementado las prerrogativas del Gobierno. Es probable
que todos los gobiernos del mundo sean más o menos enteramente
totalitarios, aun antes de que se logre domesticar la energía
atómica; y parece casi seguro que lo serán durante el progreso de
domesticación de dicha energía y después del mismo.
Desde luego, no hay razón alguna para que el nuevo totalitarismo se
parezca al antiguo. El Gobierno, por medio de porras y piquetes de
ejecución, hambre artificialmente provocada, encarcelamientos en masa y
deportación también en masa no es solamente inhumano (a nadie,
hoy día, le importa demasiado este hecho); se ha comprobado que es
ineficaz, y en una época de tecnología avanzada la ineficacia es
un pecado contra el Espíritu Santo. Un Estado totalitario realmente
eficaz sería aquel en el cual los jefes políticos todopoderosos y
su ejército de colaboradores pudieran gobernar una población de
esclavos sobre los cuales no fuese necesario ejercer coerción alguna por
cuanto amarían su servidumbre. Inducirles a amarla es la tarea asignada
en los actuales estados totalitarios a los Ministerios de Propaganda, los
directores de los periódicos y los maestros de escuela. Pero sus
métodos todavía son toscos y acientíficos. La antigua
afirmación de los jesuitas, según los cuales si se encargaban de
la educación del niño podían responder de las opiniones
religiosas del hombre, fue dictada más por el deseo que por la realidad
de los hechos. Y el pedagogo moderno probablemente es menos eficiente en
cuanto a condicionar los reflejos de sus alumnos de lo que lo fueron los
reverendos padres que educaron a Voltaire. Los mayores triunfos de la
propaganda se han logrado, no haciendo algo, sino impidiendo que ese algo se
haga. Grande es la verdad, pero más grande todavía, desde un
punto de vista práctico, el silencio sobre la verdad. Por el simple
procedimiento de no mencionar ciertos temas, de bajar lo que Mr. Churchill
llama un telón de acero entre las masas y los hechos o argumentos que
los jefes políticos consideran indeseables, la propaganda totalitarista
ha influido en la opinión de manera mucho más eficaz de lo que lo
hubiese conseguido mediante las más elocuentes denuncias y las
más convincentes refutaciones lógicas. Pero el silencio no
basta. Si se quiere evitar la persecución, la liquidación y
otros síntomas de fricción social, es preciso que los aspectos
positivos de la propaganda sean tan eficaces como los negativos. Los
más importantes Proyectos Manhattan del futuro serán vastas
encuestas patrocinadas por los gobiernos sobre lo que los políticos y
los científicos que intervendrán en ellas llamarán el
problema de la felicidad; en otras palabras, el problema de lograr que la gente
ame su servidumbre. Sin seguridad económica, el amor a la servidumbre
no puede llegar a existir; en aras a la brevedad, doy por sentado resolver el
problema de la seguridad permanente. Pero la seguridad tiende muy
rápidamente a darse por sentada. Su logro es una revolución
meramente superficial, externa. El amor a la servidumbre sólo puede
lograrse como resultado de una revolución profunda, personal, en las
mentes y los cuerpos humanos. Para llevar a cabo esta revolución
necesitamos, entre otras cosas, los siguientes descubrimientos e inventos. En
primer lugar, una técnica mucho más avanzada de la
sugestión, mediante el condicionamiento de los infantes y, más
adelante, con la ayuda de drogas, tales como la escopolamina. En segundo
lugar, una ciencia, plenamente desarrollada, de las diferencias humanas, que
permita a los dirigentes gubernamentales destinar a cada individuo dado a su
adecuado lugar en la jerarquía social y económica. (Las clavijas
redondas en agujeros cuadrados tienden a alimentar pensamientos peligrosos
sobre el sistema social y a contagiar su descontento a los demás.) En
tercer lugar (puesto que la realidad, por utópica que sea, es algo de lo
cual la gente siente la necesidad de tomarse frecuentes vacaciones), un
sustitutivo para el alcohol y los demás narcóticos, algo que sea
al mismo tiempo menos dañino y más placentero que la ginebra o la
heroína. Y finalmente (aunque éste sería un proyecto a
largo plazo, que exigiría generaciones de dominio totalitario para
llegar a una conclusión satisfactoria), un sistema de eugenesia a prueba
de tontos, destinado a estandardizar el producto humano y a facilitar
así la tarea de los dirigentes. En UN MUNDO FELIZ esta
uniformización del producto humano ha sido llevada a un extremo
fantástico, aunque quizá no imposible. Técnica e
ideológicamente, todavía estamos muy lejos de los bebés
embotellados y los grupos de Bokanovsky de adultos con inteligencia infantil.
Pero por los alrededores del año 600 de la Era Fordiana,
¿quién sabe qué puede ocurrir? En cuanto a los restantes
rasgos característicos de este mundo más feliz y más
estable -los equivalentes del soma, la hipnopedia y el sistema
científico de castas-, probablemente no se hallan más que a tres
o cuatro generaciones de distancia. Ya hay algunas ciudades americanas en las
cuales el número de divorcios iguala al número de bodas. Dentro
de pocos años, sin duda alguna, las licencias de matrimonio se
expenderán como las licencias para perros, con validez sólo para
un período de doce meses, y sin ninguna ley que impida cambiar de perro
o tener más de un animal a la vez. A medida que la libertad
política y económica disminuye, la libertad sexual tiende, en
compensación, a aumentar. Y el dictador (a menos que necesite carne de
cañón o familias con las cuales colonizar territorios desiertos o
conquistados) hará bien en favorecer esta libertad. En
colaboración con la libertad de soñar despiertos bajo la
influencia de los narcóticos, del cine y de la radio, la libertad sexual
ayudará a reconciliar a sus súbditos con la servidumbre que es su
destino.
Sopesándolo todo bien, parece como si la Utopía se hallara
más cerca de nosotros de lo que nadie hubiese podido imaginar hace
sólo quince años. Entonces, la situé para dentro de
seiscientos años en el futuro. Hoy parece posible que tal horror se
implante entre nosotros en el plazo de un solo siglo. Es decir, en el supuesto
de que sepamos reprimir nuestros impulsos de destruirnos en pedazos en el
entretanto. Ciertamente, a menos que nos decidamos a descentralizar y emplear
la ciencia aplicada, no como un fin para el cual los seres humanos deben ser
tenidos como medios, sino como el medio para producir una raza de individuos
libres, sólo podremos elegir entre dos alternativas: o cierto
número de totalitarismos nacionales, militarizados, que tendrán
sus raíces en el terror que suscita la bomba atómica, y, en
consecuencia, la destrucción de la civilización (o, si la guerra
es limitada, la perpetuación del militarismo); o bien un solo
totalitarismo supranacional cuya existencia sería provocada por el caos
social que resultaría del rápido progreso tecnológico en
general y la revolución atómica en particular, que se
desarrollaría, a causa de la necesidad de eficiencia y estabilidad,
hasta convertirse en la benéfica tiranía de la Utopía.
Usted es quien paga con su dinero, y puede elegir a su gusto.