-Su Fordería bajará en seguida -dijo el mayordomo Gamma.
Y los dejó solos.
Helmoltz se echó a reír.
-Esto parece más una recepción social que un juicio -dijo. Y se
dejó caer en el más confortable de los sillones
neumáticos-. Ánimo, Bernard -agregó, al advertir el rostro
preocupado de su amigo.
Pero Bernard no quería animarse; sin contestar, sin mirar siquiera a
Helmholtz, se sentó en la silla más incómoda de la
estancia, elegida cuidadosamente con la oscura esperanza de aplacar así
las iras de los altos poderes.
Entretanto, el Salvaje no cesaba de agitarse; iba de un lado para otro del
despacho, curioseándolo todo, sin demasiado interés: los libros
de los estantes, los rollos de cinta sonora y las bobinas de las
máquinas de leer colocadas en sus orificios numerados. Encima de la
mesa, junto a la ventana, había un grueso volumen encuadernado en
sucedáneo de piel negra, en cuya tapa aparecía una T muy grande
estampada en oro. John lo cogió y lo abrió. Mi vida y mi
obra, por Nuestro Ford.
El libro había sido publicado en Detroit por la Sociedad para la
Propagación del Conocimiento Fordiano. Distraídamente, lo
ojeó, leyendo una frase acá y un párrafo acullá, y
apenas había llegado a la conclusión de que el libro no le
interesaba cuando la puerta se abrió, y el interventor Mundial Residente
para la Europa Occidental entró en la estancia, con paso vivo.
Mustafá Mond estrechó la mano a los tres hombres; pero se
dirigió al Salvaje:
-De modo que nuestra civilización no le gusta mucho, Mr. Salvaje
-dijo.
El Salvaje lo miró. Previamente, había tomado la decisión
de mentir, de bravuconear o de guardar un silencio obstinado. Pero,
tranquilizado por la expresión comprensiva y de buen humor del
Interventor, decidió decir la verdad, honradamente:
-No.
Y movió la cabeza.
Bernard se sobresaltó y lo miró, horrorizado. ¿Qué
pensaría el Interventor? Ser etiquetado como amigo de un hombre que
decía que no le gustaba la civilización -que lo decía
abiertamente y nada menos que al propio Interventorera algo terrible.
-Pero, John... -empezó.
Una mirada de Mustafá Mond lo redujo a un silencio abyecto.
-Desde luego -prosiguió el Salvaje-, admito que hay algunas cosas
excelentes. Toda esta música en el aire, por ejemplo...
-A veces un millar de instrumentos sonoros zumban en mis oídos; otros
veces son voces ... El rostro del Salvaje se iluminó con súbito
placer.
-¿También usted lo ha leído? -preguntó-. Yo
creía que aquí, en Inglaterra, nadie conocía este
libro.
-Casi nadie. Yo soy uno de los poquísimos. Está prohibido,
¿comprende? Pero como yo soy quien hace las leyes, también puedo
quebrantarlas. Con impunidad, Mr. Marx -agregó, volviéndose
hacia Bernard-, cosa que me temo usted no pueda hacer.
Bernard se hundió todavía más en su desdicha.
-Pero, ¿por qué está prohibido? -preguntó el
Salvaje.
En la excitación que le producía el hecho de conocer a un hombre
que había leído a Shakespeare, había olvidado
momentáneamente todo lo demás.
El Interventor se encogió de hombros. -Porque es antiguo; ésta es
la razón principal. Aquí las cosas antiguas no nos son
útiles.
-¿Aunque sean bellas?
-Especialmente cuando son bellas. La belleza ejerce una atracción, y
nosotros no queremos que la gente se sienta atraída por cosas antiguas.
Queremos que les gusten las nuevas.
-¡Pero si las nuevas son horribles, estúpidas! ¡Esas
películas en las que sólo salen helicópteros y el
público siente cómo los actores se besan! -John hizo una
mueca-. ¡Cabrones y monos! Sólo en estas palabras de Otelo
encontraba el vehículo adecuado para expresar su desprecio y su odio.
-En todo caso, animales inofensivos -murmuró el Interventor, a modo de
paréntesis.
-¿Por qué, en lugar de esto, no les permite leer Otelo?
-Ya se lo he dicho: es antiguo. Además, no lo entenderían.
Sí, esto era cierto. John recordó cómo se había
reído Helmholtz ante la lectura de Romeo y Julieta.
-Bueno, pues entonces -dijo tras una pausa-, algo nuevo que sea por el estilo
de Otelo y que ellos puedan comprender.
-Esto es lo que todos hemos estado deseando escribir -dijo Helmholtz, rompiendo
su prolongado silencio.
-Y esto es lo que ustedes nunca escribirán -dijo el Interventor-.
Porque si fuese algo parecido a Otelo, nadie lo entendería, por
más nuevo que fuese. Y si fuese nuevo, no podría parecerse a
Otelo.
-¿Por qué no?
-Sí, ¿por qué no? -repitió Helmholtz.
También él olvidaba las desagradables realidades de la
situación. Lívido de ansiedad y de miedo, sólo Bernard
las recordaba; pero los demás le ignoraban.
-¿Por qué no?
-Porque nuestro mundo no es el mundo de Otelo. No se pueden fabricar
coches sin acero; y no se pueden crear tragedias sin inestabilidad social.
Actualmente el mundo es estable. La gente es feliz; tiene lo que desea, y
nunca desea lo que no puede obtener. Está a gusto; está a salvo;
nunca está enferma; no teme la muerte; ignora la pasión y la
vejez; no hay padres ni madres que estorben; no hay esposas, ni hijos, ni
amores excesivamente fuertes. Nuestros hombres están condicionados de
modo que apenas pueden obrar de otro modo que como deben obrar. Y si algo
marcha mal, siempre queda el soma. El soma que usted arroja por la
ventana en nombre de la libertad, Mr. Salvaje. ¡La libertad! -El
Interventor soltó una carcajada-. ¡Suponer que los Deltas pueden
saber lo que es la libertad! ¡Y que puedan entender Otelo! Pero,
¡muchacho!
El Salvaje guardó silencio un momento.
-Sin embargo -insistió obstinadamente-, Otelo es bueno, Otelo
es mejor que esos filmes del sensorama.
-Claro que sí -convino el Interventor-. Pero éste es el precio
que debemos pagar por la estabilidad. Hay que elegir entre la felicidad y lo
que la gente llamaba arte puro. Nosotros hemos sacrificado el arte puro.
Y en su lugar hemos puesto el sensorama y el órgano de perfumes.
-Pero no tienen ningún mensaje.
-El mensaje de lo que son; el mensaje de una gran cantidad de sensaciones
agradables para el público.
-Los argumentos han sido escritos por algún idiota.
El Interventor se echó a reír.
-No es usted muy amable con su amigo Mr. Watson, uno de nuestros más
distinguidos ingenieros de emociones.
-Tiene toda la razón -dijo Helmholtz, sombríamente-. Porque todo
esto son idioteces. Escribir cuando no se tiene nada que decir...
-Exacto. Pero ello exige un ingenio enorme. Usted logra fabricar coches con
un mínimo de acero, obras de arte a base de poco más que puras
sensaciones.
El Salvaje movió la cabeza.
-A mí todo esto me parece horrendo.
-Claro que lo es. La felicidad real siempre aparece escuálida por
comparación con las compensaciones que ofrece la desdicha. Y,
naturalmente, la estabilidad no es, ni con mucho, tan espectacular como la
inestabilidad. Y estar satisfecho de todo no posee el hechizo de una buena
lucha contra la desventura, ni el pintoresquismo del combate contra la
tentación o contra una pasón fatal o una duda. La felicidad
nunca tiene grandeza.
-Supongo que no -dijo el Salvaje, después de un silencio-. Pero
¿es preciso llegar a cosas tan horribles como esos mellizos? ¡Son
horribles!
-Pero muy útiles. Ya veo que no le gustan nuestros Grupos de
Bokanovski; pero le aseguro que son los cimientos sobre los cuales descansa
todo lo demás. Son el giróscopo que estabiliza el
avióncohete del Estado en su incontenible carrera.
-Más de una vez me he preguntado -dijo el Salvaje- por qué
producen seres como éstos, siendo así que pueden fabricarlos a su
gusto en esos espantosos frascos. ¿Por qué, si se puede conseguir,
no se limitan a fabricar Alfas-Doble-Más?
Mustafá Mond se echó a reír.
-Porque no queremos que nos rebanen el pescuezo -contestó-. Nosotros
creemos en la felicidad y la estabilidad. Una sociedad de Alfas no
podría menos de ser inestable y desdichada. Imagine una fábrica
cuyo personal estuviese constituido íntegramente por Alfas, es decir,
por seres individuales no relacionados de modo que sean capaces, dentro de
ciertos límites, de elegir y asumir responsabilidad.
¡Imagíneselo!
-repitió.
El Salvaje intentó imaginarlo, pero no pudo conseguirlo.
-Es un absurdo. Un hombre decantado como Alfa, condicionado como Alfa, se
volvería loco si tuviera que hacer el trabajo de un semienano Epsilon; o
se volvería loco o empezaría a destrozarlo todo. Los Alfas pueden
ser socializados totalmente, pero sólo a condición de que se les
confíe un trabajo propio de los Alfas. Sólo de un Epsilon puede
esperarse que haga sacrificios Epsilon, por la sencilla razón de que
para él no son sacrificios; se hallan en la línea de mcnor
resistencia. Su condicionamiento ha tendido unos raíles por los cuales
debe correr. No puede evitarlo; está condenado a ello de antemano.
Aún después de su decantación permanece dentro de un
frasco: un frasco invisible, de fijaciones infantiles y embrionarias. Claro
que todos nosotros -prosiguió el Interventor, meditabundo- vivimos en el
interior de un frasco. Mas para los Alfas, los frascos, relativamente hablando,
son enormes. Nosotros sufriríamos horriblemente si fuésemos
confinados en un espacio más estrecho. No se puede verter
sucedáneo de champaña de las clases altas en los frascos de las
castas bajas. Ello es evidente, ya en teoría. Pero, además, fue
comprobado en la práctica. El resultado del experimento de Chipre fue
concluyente.
-¿En qué consistió? -preguntó el Salvaje.
Mustafá Mond sonrió.
-Bueno, si usted quiere, puede llamarlo un experimento de reenvasado. Se
inició en el año 73 d.F. Los Interventores limpiaron la isla de
Chipre de todos sus habitantes anteriores y la colonizaron de nuevo con una
hornada especialmente preparada de veintidós mil Alfas. Se les
otorgó toda clase de utillaje agrícola e industrial y se les
dejó que se las arreglaran por sí mismos. El resultado
cumplió exactamente todas las previsiones teóricas. La tierra no
fue trabajada como se debía; había huelgas en las
fábricas, las leyes no se cumplían, las órdenes no se
obedecían; las personas destinadas a trabajos inferiores intrigaban
constantemente por conseguir altos empleos, y las que ocupaban estos cargos
intrigaban a su vez para mantenerse en ellos a toda costa. Al cabo de seis
años se enzarzaron en una auténtica guerra civil. Cuando ya
habían muerto diecinueve mil de los veintidós mil habitantes, los
supervivientes, unánimemente, pidieron a los Interventores Mundiales que
volvieran a asumir el gobierno de la isla, cosa que éstos hicieron. Y
así acabó la única sociedad de Alfas que ha existido en el
mundo.
El Salvaje suspiró profundamente.
-La población óptima -dijo Mustafá Monds- es la que se
parece a los icebergs: ocho novenas partes por debajo de la línea de
flotación, y una novena parte por encima.
-¿Y son felices los que se encuentran por debajo de la línea de
flotación?
-Más felices que los que se encuentran por encima de ella. Más
felices que sus dos amigos, por ejemplo.
Y señalo a Helmholtz y a Bernard.
-¿A pesar de su horrible trabajo?
-¿Horrible? A ellos no se lo parece. Al contrario, les gusta. Es
ligero, sencillo, infantil. Siete horas y media de trabajo suave, que no
agota, y después la ración de soma, los juegos, la
copulación sin restricciones y el sensorama. ¿Qué más
pueden pedir? Sí, ciertamente -agregó-, pueden pedir menos horas
de trabajo. Y, desde luego, podríamos concedérselo.
Técnicamente, sería muy fácil reducir la jornada de los
trabajadores de castas inferiores a tres o cuatro horas. Pero
¿serían más felices así? No, no lo serían.
El experimento se llevó a cabo hace más de siglo y medio. En
toda Irlanda se implantó la jornada de cuatro horas. ¿Cuál
fue el resultado? Inquietud y un gran aumento en el consumo de soma;
nada más. Aquellas tres horas y media extras de ocio no resultaron,
ni mucho menos, una fuente de felicidad; la gente se sentía inducida a
tomarse vacaciones para librarse de ellas. La Oficina de Inventos -
está atestada de planes para implantar métodos de
reducción y ahorro de trabajo. Miles de ellos. -Mustafá hizo un
amplio ademán-. ¿Por qué no los ponemos en obra? Por el
bien de los trabajadores; sería una crueldad atormentarles con
más horas de asueto. Lo mismo ocurre con la agricultura. Si
quisiéramos, podríamos producir sintéticamente todos los
comestibles. Pero no queremos. Preferimos mantener a un tercio de la
población a base de lo que producen los campos. Por su propio bien,
porque ocupa más tiempo extraer productos comestibles del campo que de
una fábrica. Además, debemos pensar en nuestra estabilidad. No
deseamos cambios. Todo cambio constituye una amenaza para la estabilidad.
Ésta es otra razón por la cual somos tan remisos en aplicar
nuevos inventos. Todo descubrimiento de las ciencias puras es potencialmente
subversivo; incluso hasta a la ciencia debemos tratar a veces como un enemigo.
Sí, hasta a la ciencia.
-¿Cómo? -dijo Helmholtz, asombrado-. ¡Pero si constantemente
decimos que la ciencia lo es todo! ¡Si es un axioma hipnopédico!
-Tres veces por semana entre los trece años y los diecisiete -dijo
Bernard.
-Y toda la propaganda en favor de la ciencia que hacemos en la Escuela...
-Sí, pero ¿qué clase de ciencia? -preguntó
Mustafá Mond, con sarcasmo-. Ustedes no tienen una formación
científica, y, por consiguiente, no pueden juzgar. Yo, en mis tiempos,
fui un físico muy bueno. Demasiado bueno: lo bastante para comprender
que toda nuestra ciencia no es más que un libro de cocina, con una
teoría ortodoxa sobre el arte de cocinar que nadie puede poner en duda,
y una lista de recetas a la cual no debe añadirse ni una sola sin un
permiso especial del jefe de cocina. Yo soy actualmente el jefe de cocina.
Pero antes fui un joven e inquisitivo pinche de cocina. Y empecé a
hacer algunos guisados por mi propia cuenta. Cocina heterodoxo, cocina
iícita. En realidad, un poco de auténtica ciencia.
Mustafá Mond guardó silencio.
-¿Y qué pasó? -preguntó Helmholtz Watson.
El Interventor suspiró.
-Casi me ocurrió lo que va a ocurrirles a ustedes, jovencitos. Poco
faltó para que me enviaran a una isla.
Estas palabras galvanizaron a Bernard, quien entró súbitamente en
violenta actividad.
-¿Que van a enviarme a mí a una isla?
Saltó de su asiento, cruzó el despacho a toda prisa y se detuvo,
gesticulando, ante el Interventor.
-Usted no puede desterrarme a mí. Yo no he hecho nada. Fueron los
otros. Juro que fueron los otros.
-Y señaló acusadoramente a Helmholtz y al Salvaje-. ¡Por
favor, no me envíe a Islandia! Prometo que haré todo lo que
quieran. Déme otra oportunidad. -Empezó a llorar-. Le digo que
la culpa es de ellos -sollozó-. ¡A Islandia, no! Por favor, Su
Fordería, por favor...
Y en un paroxismo de abyección cayó de rodillas ante el
Interventor.
Mustafá Mond intentó obligarle a levantarse; pero Bernard
insistía en su actitud rastrera; el flujo de sus palabras manaba,
inagotable. Al fin, el Interventor tuvo que llamar a su cuarto secretario.
-Trae tres hombres -ordenó-, y que lleven a Mr. Marx a un dormitorio.
Que le administren una buena vaporización de soma y luego lo
acuesten y le dejen solo.
El cuarto secretario salió y volvió con tres criados mellizos, de
uniforme verde. Gritando y sollozando todavía, Bernard fue sacado del
despacho.
-Cualquiera diría que van a degollarle -dijo el Interventor, cuando la
puerta se hubo cerrado-. En realidad, si tuviera un poco de sentido
común, comprendería que este castigo es más bien una
recompensa. Le enviarán a una isla. Es decir, le enviarán a un
lugar donde conocerá al grupo de hombres y mujeres más
interesantes que cabe encontrar en el mundo. Todos ellos personas que, por una
razón u otra, han adquirido excesiva consciencia de su propia
individualidad para poder vivir en comunidad. Todas las personas que no se
conforman con la ortodoxia, que tienen ideas propias. En una palabra, personas
que son alguien. Casi le envidio, Mr. Watson.
Helmholtz se echó a reír.
-Entonces, ¿por qué no está también usted en una
isla?
-Porque, a fin de cuentas, preferí esto -contestó el
Interventor-. Me dieron a elegir o me enviaban a una isla, donde hubiese
podido seguir con mi ciencia pura, o me incorporaban al Consejo del
Interventor, con la perspectiva de llegar en su día a ocupar el cargo de
tal. Me decidí por esto último, y abandoné la ciencia.
-Tras un breve silencio agregó-: De vez en cuando echo mucho de menos la
ciencia. La felicidad es un patrón muy duro, especialmente la felicidad
de los demás. Un patrón mucho más severo, si uno no ha
sido condicionado para aceptarla, que la verdad. -Suspiró, recayó
en el silencio y después prosiguió, en tono más vivaz-:
Bueno, el deber es el deber. No cabe prestar oído a las propias
preferencias. Me interesa la verdad. Amo la ciencia. Pero la verdad es una
amenaza, y la ciencia un peligro público. Tan peligroso como
benéfico ha sido. Nos ha proporcionado el equilibrio más estable
de la historia. El equilibrio de China fue ridículamente inseguro en
comparación con el nuestro; ni siquiera el de los antiguos matriarcados
fue tan firme como el nuestro. Gracias, repito, a la ciencia. Pero no podemos
permitir que la ciencia destruya su propia obra. Por esto limitamos tan
escrupulosamente el alcance de sus investigaciones; por esto estuve a punto de
ser enviado a una isla. Sólo le permitimos tratar de los problemas
más inmediatos del momento. Todas las demás investigaciones son
condenadas a morir en ciernes. Es curioso -prosiguió tras breve pausa-
leer lo que la gente que vivía en los tiempos de Nuestro Ford
escribía acerca del progreso científico. Al parecer,
creían que se podía permitir que siguiera desarrollándose
indefinidamente, sin tener en cuenta nada más. El conocimiento era el
bien supremo, la verdad el máximo valor; todo lo demás era
secundario y subordinado. Cierto que las ideas ya empezaban a cambiar aun
entonces. Nuestro Ford mismo hizo mucho por trasladar el énfasis de la
verdad y la belleza a la comodidad y la felicidad. La producción en
masa exigía este cambio fundamental de ideas. La felicidad universal
mantiene en marcha constante las ruedas, los engranajes; la verdad y la
belleza, no. Y, desde luego, siempre que las masas alcanzaban el poder
político, lo que importaba era más la felicidad que la verdad y
la belleza. A pesar de todo, todavía se permitía la
investigación científica sin restricciones. La gente
seguía hablando de la verdad y la belleza como si fueran los bienes
supremos. Hasta que llegó la Guerra de los Nueve Años. Esto les
hizo cambiar de estribillo. ¿De qué sirven la verdad, la belleza o
el conocimiento cuando las bombas de ántrax llueven del cielo?
Después de la Guerra de los Nueve Años se empezó a poner
coto a la ciencia. A la sazón, la gente ya estaba dispuesta hasta a que
pusieran coto y regularan sus apetitos. Cualquier cosa con tal de tener paz.
Y desde entonces no ha cesado el control. La verdad ha salido perjudicada,
desde luego. Pero no la felicidad. Las cosas hay que pagarlas. La felicidad
tenía su precio. Y usted tendrá que pagarlo, Mr. Watson;
tendrá que pagar porque le interesaba demasiado la belleza. A mí
me interesaba demasiado la verdad; y tuve que pagar también.
-Pero usted no fue a una isla -dijo el Salvaje, rompiendo un largo silencio.
-Así es como pagué yo. Eligiendo servir a la felicidad. La de
los demás, no la mía. Es una suerte -agregó tras una
pausa- que haya tantas islas en el mundo. No sé cómo nos las
arreglaríamos sin ellas. Supongo que los llevaríamos a la
cámara letal. A propósito, Mr. Watson, ¿le gustaría
un clima tropical? ¿Las Marquesas, por ejemplo? ¿O Samoa? ¿Acaso
algo más tónico?
Helmholtz se levantó de su sillón neumático. -Me
gustaría un clima pésimo -contestó-. Creo que se debe de
escribir mejor si el clima es malo. Si hay mucho viento y tormentas, por
ejemplo...
El Interventor asintió con la cabeza.
-Me gusta su espíritu, Mr. Watson. Me gusta muchísimo, de
verdad. Tanto como lo desapruebo oficialmente. -Sonrió-.
¿Qué le parecen las islas Falkland?
-Sí, creo que me servirán -contestó Helmholtz-. Y ahora,
si no le importa, iré a ver qué tal sigue el pobre Bernard.