Del cuarto de baño llegó un ruido desagradable y
característico.
-¿Ocurre algo? -preguntó Helmholtz.
No hubo respuesta. El desagradable sonido se repitió, dos veces;
siguió un silencio. Después, con un chasquido, la puerta del
cuarto de baño se abrió y apareció, muy pálido, el
Salvaje.
-¡Oye! -exclamó Helmholtz, solícito-. Tú no te
encuentras bien, John.
-¿Te sentó mal algo que comiste? -preguntó Bernard.
El Salvaje asintió.
-Sí. Comí civilización.
-¿Cómo?
-Y me sentó mal; me enfermó. Y después -agregó en
un tono de voz más bajo-, comí mi propia maldad.
-Pero, ¿qué te pasa exactamente ... ? Ahora mismo estabas...
-Ya estoy purificado -dijo el Salvaje-. Tomé un poco de mostaza con
agua caliente.
Los otros dos le miraron asombrados.
-¿Quieres sugerir que... que lo has hecho a propósito?
-preguntó Bernarcl.
-Así es como se purifican los indios.
-John se sentó, y, suspirando, se pasó una mano por la frente-.
Descansaré unos minutos -dijo-. Estoy muy cansado.
-Claro, no me extraña -dijo Helmholtz. Y, tras una pausa, agregó
en otro tono-: Hemos venido a despedirnos. Nos marchamos mañana por la
mañana.
-Sí, salimos mañana -dijo Bemard, en cuyo rostro el Salvaje
observó una nueva expresión de resignación decidida-. Y,
a propósito, John -prosiguió, inclinándose hacia delante y
apoyando una mano en la rodilla del Salvaje-, quería decirte
cuánto siento lo que ocurrió ayer. -Se sonrojó-. Estoy
avergonzado -siguió a pesar de la inseguridad de su voz-,
reálmente avergonzado... -
El Salvaje le obligó a callar y, cogiéndole la mano, se la
estrechó con afecto.
-Helmholtz se ha portado maravillosamente conmigo -siguió Bernard,
después de un silencio-. De no haber sido por él, yo no hubiese
podido...
-Vamos, vamos -protestó Helmholtz. -Esta mañana fui a ver al
Interventor -dijo el Salvaje al fin.
-¿Para qué?
-Para pedirle que me enviara a las islas con vosotros.
-¿Y qué dijo? -preguntó Hehnholtz.
El Salvaje movió la cabeza.
-No quiso.
-¿Por qué no?
-Dijo que quería proseguir el experimento. Pero que me aspen
-agregó el Salvaje con súbito furor-, que me aspen si sigo siendo
objeto de experimentación. No quiero, ni por todos los Interventores
del mundo entero. Me marcharé mañana, también.
-Pero ¿a dónde? -preguntaron a coro sus dos amigos.
El Salvaje se encogió de hombros.
-A cualquier sitio. No me importa. Con tal de poder estar solo.
Desde Guildford, la línea descendente seguía el valle de Wey
hasta Godalming y después, pasando por encima de Mildford y Witley,
seguía hacia Haslemere y Portsmouth a través de Petersfield.
Casi paralela a la misma, la línea ascendente pasaba por encima de
Worplesdon, Tongham, Puttenham, Elstead y Grayshott. Entre Hog's Back y
Hindhead había puntos en que la distancia entre ambas líneas no
era superior a los cinco o seis kilómetros. La distancia no era
suficiente para los pilotos poco cuidadosos, sobre todo de noche y cuando
habían tomado medio gramo de más. Se habían producido
accidentes. Y graves. En consecuencia, habían decidido desplazar la
línea ascendente unos pocos kilómetros hacia el Oeste. Entre
Grayshott y Tongham, cuatro faros de aviación abandonados
señalaban el curso de la antigua ruta Portsmouth-Londres.
El Salvaje había elegido como ermita el viejo faro situado en la cima de
la colina entre Puttenham y Elstead. El edificio era de cemento armado y se
hallaba en excelentes condiciones; casi demasiado cómodo, había
pensado el Salvaje cuando había explorado el lugar por primera vez, casi
demasiado lujoso y civilizado. Tranquilizó su conciencia
prometiéndose compensar tales inconvenientes con una autodisciplina
más dura, con purificaciones más completas y totales. Pasó
su primera noche en el eremitorio sin conciliar el sueño, a
propósito. Permaneció horas enteras rezando, ora al Cielo al que
el culpable Claudio había pedido perdón, ora a Awonawilona, en
zuñí, ora a Jesús y Poukong, ora a su propio animal
guardián, el águila. De vez en cuando abría los brazos en
cruz, y los mantenía así largo rato, soportando un dolor que
gradualmente aumentaba hasta convertirse en una agonía trémula y
atormentadora; los mantenía así, en crucifixión
voluntaria, mientras con los dientes apretados, y el rostro empapado en sudor,
repetía: ¡Oh, perdóname! ¡Hazme puro!
¡Ayúdame a ser bueno!, una y otra vez, hasta que estaba a punto de
desmayarse de dolor.
Cuando llegó la mañana, el Salvaje sintió que se
había ganado el derecho a habitar el faro; sí, a pesar de que
todavía había cristales en la mayoria de las ventanas, y a pesar
de que la vista, desde la plataforma, era preciosa. Porque la misma
razón por la cual había elegido el faro se había trocado
casi inmediatamente en una razón para marcharse a otra parte. John
había decidido vivir allá porque la vista era tan hermosa,
porque, desde su punto de observación tan ventajoso, le parecía
contemplar la encarnación de un ser divino. Pero ¿quién era
él para gozarse con la visión cotidiana constante, de la belleza?
¿Quién era él para vivir en la visible presencia de Dios?
Él merecía vivir en una sucia pocilga, en un sombrío
agujero bajo tierra. Con los miembros rígidos y doloridos todavía
por la pasada noche de sufrimiento, y fortalecido interiormente por esta misma
razón, el Salvaje subió a la plataforma de su torre y
contempló el brillante mundo del amanecer en el que volvía a
habitar por derecho propio, recién reconquistado.
En el valle que separaba Hog's Back de la colina arenosa en la cima de la cual
se levantaba el faro, se hallaba Puttenham, un modesto edificio de nueve pisos,
con silos, una granja avícola, y una pequeña fábrica de
Vitamina D. Al otro lado del faro, al Sur, el terreno descendía en
largas pendientes cubiertas de brazales en dirección a un rosario de
lagunas.
Más allá de estas lagunas, por encima de los bosques, se
levantaba la torre de catorce pisos de Elstead. Borrosas, en el brumoso aire
inglés, Hindhead y Selborne atraían las miradas hacia la azulada
y romántica distancia. Pero no sólo lo que se veía a
distancia había atraído al Salvaje a su faro; lo que lo rodeaba
de cerca resultaba igualmente seductor. Los bosques, las extensiones abiertas
de brezos y amarilla aliaga, los grupos de pinos silvestres, las lagunas y
albercas relucientes, con sus abedules y sauces llorones, sus lirios de agua y
sus alfombras de juntos, poseían una intensa belleza y, para unos ojos
acostumbrados a la aridez del desierto americano, resultaban asombrosos. Y,
además, ¡la soledad! El Salvaje pasaba días enteros sin ver
a un solo hombre. El faro se hallaba sólo a un cuarto de hora de vuelo
de la Torre de Charing-T; pero las colinas de Malpaís apenas eran
más deshabitadas que aquel brezal de Surrey. Las multitudes que
diariamente salían de Londres, lo hacían sólo para jugar
al Golf Electromagnético o al tenis.
La mayor parte del dinero que, a su llegada, John había recibido para
sus gastos personales, había sido empleado en la adquisición del
equipo necesario. Antes de salir de Londres el Salvaje se había
comprado cuatro mantas de lana de viscosa, cuerdas, alambre, clavos, cola, unas
pocas herramientas, cerillas (aunque pensaba construirse en su día un
parahuso para hacer fuego), algo de batería de cocina, dos docenas de
paquetes de semilla y diez kilos de harina de trigo.
-No, no quiero almidón sintético ni sucedáneo de harina de
desperdicios de algodón -había insistido-. Aunque sean muy
nutritivos.
En cuanto a las galletas panglandulares y el sucedáneo vitaminizado de
buey, no había podido resistir a las dotes persuasivas del tendero.
Ahora, mirando las latas que tenía en su poder, se reprochaba
amargamente su debilidad. ¡Odiosos productos de la civilización!
Decidió que jamás los comería, aunque se muriera de
hambre. Les daré una lección, pensó vengativamente. Y de
paso se la daría a sí mismo.
John contó su dinero. Esperaba que lo poco que le quedaba le
bastaría para pasar el invierno. Cuando llegara la primavera, su huerto
produciría lo suficiente para permitirle vivir con independencia del
mundo exterior. Entretanto, siempre quedaba el recurso de la caza.
Había visto muchos conejos, y en las lagunas había aves
acuáticas. Inmediatamente se puso a construir un arco y las
correspondientes flechas.
Cerca del faro crecían fresnos, y para las varas de las flechas no
faltaban avellanos llenos de serpollos rectos y hermosos. Empezó por
batir un fresno joven, cortó un trozo de tronco liso, sin ramas, de casi
dos metros de longitud, lo despojó de la corteza, y, capa por capa, fue
quitándole la madera blanca, tal como le había enseñado a
hacer el viejo Mitsima, hasta que obtuvo una vara de su misma altura,
rígida y gruesa en el centro, ágil y flexible en los ahusados
extremos. Aquel trabajo le produjo un placer muy intenso. Tras aquellas
semanas de ocio en Londres, durante las cuales, cuando deseaba algo, le bastaba
pulsar un botón o girar una manija, fue para él una delicia hacer
algo que exigía habilidad y paciencia.
Casi había terminado de dar forma al arco cuando se dio cuenta, con un
sobresalto, de que estaba cantando. ¡Cantando! Fue como si, tropezando
consigo mismo desde fuera, se hubiese descubierto de pronto en flagrante
delito. Se sonrojó, abochornado. Al fin y al cabo, no había ido
allá para cantar y divertirse, sino para escapar al contagio de la vida
civilizada, para purificarse y mejorarse, para enmendarse de una manera activa.
Comprendió, decepcionado, que, absorto en la confección de su
arco, había olvidado lo que se había jurado a sí mismo
recordar siempre: la pobre Linda, su propia asesina violencia para con ella,
los odiosos mellizos que pululaban como gusanos alrededor de su lecho de
muerte, profanando con su sola presencia, no sólo el dolor y el
remordimiento del propio John, síno a los mismos dioses. Había
jurado recordar, había jurado reparar incesantemente. Y allá
estaba, trabajando en su arco, y cantando, así, tal como suena,
cantando... Entró en el faro, abrió el bote de mostaza y puso a
hervir agua en el fuego.
Media hora después, tres campesinos Delta-Menos de uno de los Grupos de
Bakonovsky de Puttenham se dirigían en camión hacia Elstead, y,.
desde lo alto de la colina, quedaron asombrados al ver a un joven de pie en el
exterior del faro abandonado, desnudo hasta la cintura y azotándose a
sí mismo con un látigo de cuerdas de nudos. La espalda del joven
aparecía cruzada horizontalmente por rayas escarlata, y entre surco y
surco discurrían hilillos de sangre. El conductor del camión
detuvo el vehículo a un lado de la carretera, y, junto con sus dos
compañeros, se quedó mirando boquiabierto aquel
espectáculo extraordinario. Uno, dos, tres... Contaron los azotes.
Después del octavo latigazo, el joven interrumpió su castigo,
corrió hasta el borde del bosque y allá vomitó
violentamente. Luego volvió a coger el látigo y siguió
azotándose: nueve, diez, once,doce...
-¡Ford! -murmuró el conductor.
Y los mellizos fueron de la misma opinión. -¡Reford! -dijeron.
Tres días más tarde, como los búhos a la vista de una
carroña, llegaron los periodistas.
Secado y endurecido al fuego lento de leña verde, el arco ya estaba
listo. El Salvaje trabajaba afanosamente en sus flechas. Había cortado
y secado treinta varas de avellano, y las había guarnecido en la punta
con aguzados clavos firmemente sujetos. Una noche había efectuado una
incursión a la granja avícola de Puttenham y ahora tenía
plumas suficientes para equipar a todo un ejército. Estaba
empeñado en la tarea de acoplar las plumas a las flechas cuando el
primer periodista lo encontró. Silenciosamente, calzado con sus zapatos
neumáticos, el hombre se le acercó por detrás.
-Buenos días, Mr. Salvaje -dijo-. Soy el enviado de El Radio
Horario.
Como mordido por una serpiente, el Salvaje saltó sobre sus pies,
desparramando en todas direcciones las plumas, el bote de cola y el pincel.
-Perdón -dijo el periodista, sinceramente compungido-. No tenía
intención... -se tocó el sombrero, el sombrero de copa de
aluminio en el que llevaba el receptor y el transmisor telegráfico-.
Perdone que no me descubra -dijo-. Este sombrero es un poco pesado. Bien,
como le decía, me envía El Radio...
-¿Qué quiere? -preguntó el Salvaje, ceñudo.
-Bueno, como es natural, a nuestros lectores les interesaría
muchísimo... -Ladeó la cabeza y su sonrisa adquirió un
matiz, casi, de coquetería-. Sólo unas pocas palabras de usted,
Mr. Salvaje.
Y rápidamente, con una serie de ademanes rituales, desenrolló dos
cables conectados a la batería que llevaba en torno de la cintura; los
enchufó simultáneamente a ambos lados de su sombrero de aluminio;
tocó un resorte de la cúspide del mismo y una antena se
disparó en el aire; tocó otro resorte del borde del ala, y, como
un muñeco de muelles, saltó un pequeño micrófono
que se quedó colgando estremeciéndose, a unos quince
centímetros de su nariz; bajóse hasta las orejas un par de
auriculares, pulsó un botón situado en el lado izquierdo del
sombrero, que produjo un débil zumbido, hizo girar otro botón de
la derecha, y el zumbido fue interrumpido por una serie de silbidos y
chasquidos estetoscópicos.
-Al habla -dijo, por el micrófono-, al habla, al habla...
Súbitamente sonó un timbre en el interior de su sombrero.
-¿Eres tú, Edzel? Primo Mellon al habla. Sí, lo he
pescado. Ahora Mr. Salvaje cogerá el micrófono y
pronunciará unas palabras. Por favor, Mr. Salvaje. -Miró a John
y le dirigió otra de sus melifluas sonrisas-. Diga solamente a nuestros
lectores por qué ha venido aquí. Qué le indujo a
marcharse de Londres (¡al habla, Edzel!) tan precipitadamente. Y
dígales también algo, naturalmente, del látigo. -El
Salvaje tuvo un sobresalto. ¿Cómo se habían enterado de lo
del látigo? -Todos estamos deseosos de saber algo de ese látigo.
Díganos también algo acerca de la Civilización. Ya sabe.
Ló que yo opino de la muchacha civilizada. Sólo unas
palabras...
El Salvaje obedeció con desconcertante exactitud. Sólo
pronunció cinco palabras, ni una sola más; cinco palabras, las
mismas que habían dicho a Bernard a propósito del Archichantre
Comunal de Canterbury.
-Hánil, sons éso tse-ná!
Y agarrando al periodista por los hombros, le hizo dar media vuelta (el joven
se reveló apetitosamente provisto de materia carnosa en el trasero),
tomó puntería y, con toda la fuerza y la precisión de un
campeón de fútbol, soltó un puntapié prodigioso.
Ocho minutos más tarde, una nueva edición de El Radio Horario
aparecía en las calles de Londres. Un periodista de El Radio
Horario recibe de Mr. Salvaje un puntapié en el coxis, decía
el titular de la primera página. Sensación en Surrey.
Y sensación en Londres, también, pensó el periodista a su
vuelta, cuando leyó estas palabras. Y, lo que era peor, una
sensación muy dolorosa. Tuvo que tomar asiento con mucha cautela, a la
hora de almorzar.
Sin dejarse amedrentar por la contusión preventiva en el coxis de su
colega, otros cuatro periodistas, enviados por el Times de Nueva York,
El Continuo de Cuatro dimensiones de Francfort, El Monitor
Científico Fordiano y El Espejo Delta visitaron aquella tarde
el faro y fueron recibidos con progresiva violencia.
Desde una distancia prudencial, y frotándose todavía las
doloridas nalgas, el periodista de El Monitor Científico Fordiano
gritó:
-¡Pedazo de tonto! ¿Por qué no toma un poco de soma?
-¡Fuera de aquí! -contestó el Salvaje.
El otro se alejó unos pasas, y se volvió.
-El mal se convierte en algo irreal con un par de gramos.
-Kohakwa iyathtokyai !
-El dolor es una ilusión.
-¿Ah, sí? -dijo el Salvaje.
Y agarrando una gruesa vara avanzó un paso.
El enviado de El Monitor Científico Fordiano echó a
correr hacia su helicóptero.
A partir de aquel momento el Salvaje gozó de paz por un tiempo.
Llegaron unos cuantos helicópteros que volaron por encima de la torre,
inquisitivamente. John disparó una flecha contra el que más se
había acercado. La flecha traspasó el suelo de aluminio de la
cabina; se oyó un agudo gemido, y el aparato ascendió como un
cohete con toda la rapidez que el motor logró imprimirle. Los
demás, desde aquel momento, mantuvieron respetuosamente las distancias.
Sin hacer caso de su molesto zumbido (el Salvaje se veía a sí
mismo como uno de los pretendientes de la Doncella de Mátsaki, tenaz y
resistente entre los alados insectos), el Salvaje trabajaba en su futuro
huerto. Al cabo de un tiempo los insectos, por lo visto, se cansaron, y se
alejaron volando; durante unas horas, el cielo, sobre su cabeza,
permaneció desierto, y, excepto por las alondras, silencioso.
Hacía un calor asfixiante, y había aires de tormenta. John se
había pasado la mañana cavando y ahora descansaba tendido en el
suelo. De pronto, el recuerdo de Lenina se transformó en una presencia
real, desnuda y tangible, que le decía: ¡Cariño! y
¡Abrázame!, con sólo las medias y los zapatos puestos,
perfumada... ¡Impúdica zorra! Pero... ioh, oh ... ! Sus brazos en
torno de su cuello, los senos erguidos, sus labios... La eternidad estaba en
nuestros labios y en nuestros ojos. Lenina... ¡No, no, no, no! El Salvaje
saltó sobre sus pies, y, desnudo como iba, salió corriendo de la
casa. Junto al límite donde empezaban los brezales crecían unas
matas de enebro espinoso. John se arrojó a las matas, y
estrechó, en lugar del sedoso cuerpo de sus deseos, una brazada de
espinas verdes. Agudas, con un millar de puntas, lo pincharon cruelmente.
John se esforzó por pensar en la pobre Linda, sin palabra ni aliento,
estrujándose las manos, y en el terror indecible que aparecía en
sus ojos. La pobre Linda, que había jurado no olvidar. Pero la
presencia de Lenina seguía acosándole. Lenina, a quien
había jurado olvidar. Aun en medio de las heridas y los pinchazos de
las agujas de los enebros, su carne recalcitrante seguía consciente de
ella, inevitablemente real. Cariño, cariño... si también
tú me deseabas, ¿por qué no lo decías?
El látigo estaba colgado de un clavo, detrás de la puerta,
siempre a mano ante la posible llegada de periodistas. En un acceso de furor,
el Salvaje volvió corriendo a la casa, lo cogió y lo
levantó en el aire. Las cuerdas de nudos mordieron su carne.
-¡Zorra! ¡Zorra! -gritaba, a cada latigazo, como si fuese a Lenina
(¡y con qué frecuencia, aun sin saberlo, deseaba que lo fuera!),
blanca, cálida, perfumada, infame, a quien así azotaba-.
¡Zorra! -Y después, con voz de desesperación-: ¡Oh,
Linda, perdóname! ¡Perdóname, Dios mío! Soy malo.
Soy pérfido. Soy... ¡No, no, zorra, zorra!
Desde su escondrijo cuidadosamente construido en el bosque, a trescientos
metros de distancia, Darwin Bonaparte, el fotógrafo de caza mayor
más experto de la Sociedad Productora de Films para los sensoramas,
había observado todos los movimientos del Salvaje. La paciencia y la
habilidad habían obtenido su recompensa. Darwin Bonaparte se
había pasado tres días sentado en el interior del tronco de un
roble artificial, tres noches reptando sobre el vientre a través de los
brezos, ocultando micrófonos en las matas de aliaga, enterrándo
cables en la blanda arena gris. Setenta y dos horas de suprema incomodidad.
Pero ahora había llegado el gran momento, el más grande desde que
había tomado las espeluznantes vistas estereoscópicas de la boda
de unos gorilas. Espléndido -se dijo, cuando el Salvaje empezó su
número-. ¡Espléndido!
Mantuvo sus cámaras telescópicas cuidadosamente enfocadas, como
pegadas con cola a su móvil objetivo; les aplicó un telescopio
más potente para captar un primer plano del rostro frenético y
contorsionado (¡admirable!); filmó unos instantes a cámara
lenta (un efecto cómico exquisito, se prometió a sí
mismo)-, y, entretanto, escuchó con deleite los golpes, los
gruñidos y las palabras furiosas que iban grabándose en la pista
sonora del film; probó el efecto de una ligera amplificación
(así, decididamente, resultaba mejor); le encantó oír, en
un breve momento de pausa, el agudo canto de una alondra; deseó que el
Salvaje se volviera para poder tomar un buen primer plano de la sangre en su
espalda... y casi inmediatamente (¡vaya suerte!) el complaciente muchacho
se volvió, y el fotógrafo pudo tomar a la perfección la
vista que deseaba.
¡Bueno, ha sido estupendo! -se dijo, cuande todo hubo acabado-. ¡De
primera calidad! Se secó el rostro empapado en sudor. Cuando en Ios
estudios le hubiesen añadido los efectos táctiles,
resultaría una película perfecta. Casi tan buena, pensó
Darwin Bonaparte, como La vida amorosa del cachalote. ¡Lo cual, por
Ford, no era poco decir!
Doce días más tarde, El Salvaje de Surrey se había
estrenado ya y podía verse, oírse y palparse en todos los
palacios de sensorama de primera categoría de la Europa occidental.
El efecto del film de Darwin Bonaparte fue inmediato y enorme. La tarde que
siguió a la noche del estreno, la rústica soledad de John fue
interrumpida bruscamente por la llegada de un vasto enjambre de
helicópteros.
John estaba cavando en su huerto; y cavando también en su propia mente,
revolviendo la sustancia de sus pensamientos. La muerte... E hincaba su azada
una y otra vez... Y todos nuestros ayeres han iluminado para los necios el
camino hacia la polvorienta muerte. Un trueno convincente rugía a
través de estas palabras. John levantó una palada de tierra.
¿Por qué había muerto Linda? ¿Por qué la
había dejado perder progresivamente su condición humana, y al fin
... ? El Salvaje sintió un escalofrío... Y al fin se
había convertido en... una buena carroña para besar ...
Apoyó el pie en el borde de la pala y la hincó profundamente en
el suelo. Somos para los dioses como moscas en manos de chiquillos caprichosos;
nos matan como en un juego. Otro trueno; palabras que por sí mismas se
proclamaban verdaderas; más verdaderas, en cierto modo, que la misma
verdad. Y, sin embargo, el mismo Gloucester los había llamado dioses
eternamente amables. Además, el mejor de los descansos es el
sueño; y tú a menudo lo buscas; sin embargo, temes torpemente la
muerte, que es la misma cosa.
Lo que había sido un zumbido por encima de su cabeza convirtióse
en un rugido; y, de pronto, John se encontró a la sombra. Algo se
había interpuesto entre el sol y él. Sobresaltado, levantó
los ojos de su tarea y de sus pensamientos; levantó los ojos como
deslumbrado, con la mente vagando todavía por aquel otro mundo de
palabras más verdaderas que la misma verdad, concentrada todavía
en las inmensidades de la muerte y la divinidad; levantó los ojos y vio,
encima de él, muy cerca, el enjambre de aparatos voladores. Llegaron
como una plaga de langostas, permanecieron suspendidos en el aire y, al fin, se
posaron sobre los brezales, a su alrededor. De los vientres de aquellas
langostas gigantescas surgían hombres con pantalones blancos de franela
de viscosa, y mujeres (porque hacía calor) en pijama de shantung de
acetato, o pantalones cortos de velvetón y blusas sin mangas, muy
escotadas... Una pareja de cada aparato. En pocos minutos había docenas
de ellos, de pie, formando un espacioso círculo alrededor del faro
mirando, riendo, disparando sus cámaras fotográficas,
arrojándole (como a un mono) cacahuetes, paquetes de goma de mascar de
hormona sexual, galletitas panglandulares. Y constantemente -porque ahora la
corriente de tráfico fluía incesante por encima de Hog's Back- su
número iba en aumento. Como en una pesadilla, las docenas se
convirtieron en veintenas, y las veintenas en centenares.
El Salvaje se había retirado buscando cobijo, y ahora, en la actitud de
un animal acorralado, permanecía de pie, de espaldas al muro del faro,
mirando aquellas caras con expresión de mudo horror como un hombre que
hubiese perdido el juicio.
El impacto en su mejilla de un paquete de chiclé bien dirigido lo
sacó de su estupor para devolverle a la realidad. Un dolor agudo, y
despertó del todo, en una explosión de ira.
-¡Fuera! -gritó.
El mono había hablado; estallaron risas. -¡Viva el buen Salvaje!
¡Viva! ¡Viva!
Y entre aquella babel de gritos, John oyó: -¡El látigo, el
látigo, el látigo!
Obedeciendo a la sugestión de la palabra, John descolgó el atajo
de cuerdas de nudos de su clavo, detrás de la puerta, y lo agitó,
como amenazando a sus verdugos.
Brotó un clamor de irónico entusiasmo.
John avanzó amenazadoramente hacia ellos. Una mujer chilló
asustada. La línea de mirones osciló en el punto amenazado
más inmediatamente, pero recobró la rigidez y aguantó
firme. La conciencia de contar con la superioridad numérica prestaba a
aquellos mirones un valor que el Salvaje no se había supuesto.
-¿Por qué no me dejáis en paz?
En su ira había un leve matiz quejumbroso.
-¿Quieres unas almendras saladas al magnesio? -dijo el hombre que, caso de
que el Salvaje siguiera avanzando, había de ser el primero en ser
atacado. Y agitó una bolsita-. Son estupendas, ¿sabes?
-agregó, con una sonrisa propiciatoria y algo nerviosa-. Y las sales de
magnesio te mantendrán joven.
-¿Qué queréis de mí? -preguntó,
volviéndose de un rostro sonriente a otro-. ¿Qué
queréis de mí?
-¡El látigo! -contestó un centenar de voces, confusamente-.
Haz el número del látigo. Queremos ver el número del
látigo.
Entonces un grupo situado a un extremo de la línea empezó a
gritar al unísono y rítmicamente:
-¡El lá-ti-go! ¡El lá-ti-go! ¡El
lá-ti-go!
-¡El lá-ti-go! ¡El lá-ti-go!
Gritaban todos a la vez; y, embriagados por el ruido, por la unanimidad, por la
sensación de comunión rítmica, daban la impresión
de que hubiesen podido seguir gritando así durante horas enteras, casi
indefinidamente. Pero a la vigésimo quinta repetición se produjo
una súbita interrupción. Otro helicóptero procedente de
la dirección de Hog's Back, permaneció unos segundos
inmóvil sobre la multitud y luego aterrizó a pocos metros de
donde se encontraba de pie el Salvaje, en el espacio abierto entre la hilera de
mirones y el faro. El rugido de las hélices ahogó
momentáneamente el griterío; después, cuando el aparato
tocó tierra y los motores enmudecieron, los gritos de: ¡El
látigo! ¡El látigo! se reanudaron, fuertes, insistentes,
monótonos.
La puerta del helicóptero se abrió, y de él se apearon un
joven rubio, de rostro atezado, y después una muchacha que llevaba
pantalones cortos de pana verde, blusa blanca y gorrito de jockey.
Al ver a la muchacha, el Salvaje se sobresaltó, retrocedió, y su
rostro se cubrió de súbita palidez.
La muchacha se quedó mirándole, sonriéndole con una
sonrisa incierta, implorante, casi abyecta. Pasaron unos segundos. Los labios
de la muchacha se movieron; debía de decir algo; pero el sonido de su
voz era ahogado por los gritos rítmicos de los curiosos, que
seguían vociferando su estribillo.
-¡El lá-ti-go! ¡El lá-ti-go!
La muchacha se llevó ambas manos al costado izquierdo, y en su rostro de
muñeca, aterciopelado como un melocotón, apareció una
extraña expresión de dolor y ansiedad. Sus ojos azules
parecieron aumentar de tamaño y brillar más intensamente; y, de
pronto, dos lágrimas rodaron por sus mejillas. Volvió a hablar,
inaudiblemente; después, con un gesto rápido y apasionado,
tendió los brazos hacia el Salvaje y avanzó un paso.
-¡El lá-ti-go! ¡El Látigo!
Y, de pronto, los curiosos consiguieron lo que tanto deseaban.
-¡Ramera!
El Salvaje había corrido al encuentro de la muchacha como un loco.
¡Zorra!, había gritado, como un loco, y empezó a azotarla
con su látigo de cuerdas de nudos.
Aterrorizada, la joven se había vuelto, disponiéndose a huir,
pero había tropezado y caído al suelo.
-¡Henry, Henry! -gritó.
Pero su atezado compañero se había ocultado detrás del
helicóptero, poniéndose a salvo.
Con un rugido de excitación y delicia, la línea se quebró
y se produjo una carrera convergente hacia el centro magnético de
atracción. El dolor es un horror que fascina.
-¡Quema, lujuria, quema!
-¡Oh, la carne!
El Salvaje rechinó los dientes. Esta vez el látigo cayó
sobre sus propios hombros.
-¡Mátala! ¡Mátala!
Arrastrados por la fascinación del horror que produce el
espectáculo del dolor, e impelidos íntimamento por el
hábito de cooperación, por el deseo de unanimidad y
comunión que su condicionamiento había hecho arraigar en ellos,
los curiosos empezaron a imitar el frenesí de los gestos del Salvaje,
golpeándose unos a otros cada vez que éste azotaba su propia
carne rebelde o aquella regordeta encarnación de la torpeza carnal que
se retorcía sobre la maleza, a sus pies.
-¡Mátala, mátala, mátala! -seguía gritando el
Salvaje.
Después, de pronto, alguien empezó a cantar:
Orgía-Porfía, y al cabo de un instante todos repetían el
estribillo y, cantando, habían empezado a bailar.
Orgía-Porfía, vueltas y más vueltas, pegándose unos
a otros al compás de seis por ocho. Orgía-Porfía...
Era más de medianoche cuando el último helicóptero
despegó. Obnubilado por el soma, y agotado por el prolongado
frenesí de sensualidad, el Salvaje yacía durmiendo sobre los
brezos. El sol estaba muy alto cuando - despertó. Permaneció
echado un momento, parpadeando a la luz, como un mochuelo, sin comprender;
después, de pronto, lo recordó todo.
Se cubrió los ojos con una mano.
Aquella tarde el enjambre de helicópteros que llegó zumbando a
través de Hog's Back formaba una densa nube de diez kilómetros de
longitud.
-¡Salvaje! -llamaron los primeros en llegar-. ¡Mr. Salvajel
No hubo respuesta.
La puerta del faro estaba abierta. La empujaron y penetraron en la penumbra
del interior. A través de un arco que se abría en el otro
extremo de la estancia podían ver el arranque de la escalera que
conducía a las plantas superiores. Exactamente bajo la clave del arco
se balanceaban unos pies.
-¡Mr. Salvaje!
Lentamente, muy lentamente, como dos agujas de brújula, los pies giraban
hacia la derecha: Norte, Nordeste, Este, Sudeste, Sur, Sudsudoeste;
después se detuvieron, y, al cabo de pocos segundos, giraron, con
idéntica calma, hacia la izquierda: Sudsudoeste, Sur, Sudeste, Este...